Rafael Fernández Hernández

Rafael parece tener el privilegio de una sonrisa permanente y la suerte de seguir estando alegre pese a la soledad inmanente de su propia edad. Y conserva esta cualidad porque siempre afrontó la vida con una mirada sin desdén, y cuando tuvo que sobreponerse a la adversidad siempre lo hizo con su silencio imaginario y su tenacidad. Rafael nació en la calle el Almendro hace ochenta y cinco años, cuando la partera de Purchena era Carmen la Alférez y los niños venían al mundo sobrecogidos por el estallido de la desesperanza. Dice Rafael que proviene de una familia muy alegre y lo dice sin temeridad, con el convencimiento de que tuvo su infancia feliz aunque todavía tiene el gesto de querer sacarse de su corazón el suceso luctuoso que ocurrió con su padre cuando, después de volver tras dos años en Argentina, dice que tuvo que irse de nuevo por el desagravio de la familia de su madre cuando estos decidieron fugarse para consumar todo aquel amor. Y dice Rafael que su madre estuvo entonces recluida en su propia familia durante los ocho años restantes hasta que por fin convinieron en dejarlos en paz y autorizaron su enlace.

El padre de Rafael fue músico de la banda de Purchena y por eso dice que la música siempre actuó como un percutor en su vida que disparó una afición desmedida. Como la que tuvo con la mandolina que le trajo su padre de Argentina y con la que sentiría luego el estremecimiento de una alegría pura. Una mandolina que dice tenía muy buenas voces y con la que luego acompañaría a las serenatas que daban por las noches en el pueblo cuando aún tenía intacta su vocación de noviero. Rafael nunca ha hecho ostentación de nada salvo del amor que siempre se profesaron sus padres y que luego él también vio que había heredado cuando conoció a su mujer Dolores. Rafael siempre está sonriendo. Sonríe con esa alegría original que le ha deparado el privilegio de seguir siendo alegre el resto de su vida. Y si en alguna ocasión le acecha algún lamento por algo, dice que él solo se evapora con solo recordar las veladas con el picú en su casa, atestada siempre de pretendientes envalentonados con sus preciosas hermanas.

Rafael siempre ha visto con los ojos las cosas que la intuición no le permitía ver con claridad. Por eso siempre ha preferido permanecer alejado de las banalidades y dedicarse a sus cosas. A la música, a su familia, a su propia soledad. Cuando tenía diez y seis años dice que su hermano le trajo un juego de cuerdas de guitarra de Melilla y como su afición era tan profunda, dice que se subía a la cámara y allí, después de que su padre le templara una y otra vez la mandolina, apuraba todo el tiempo que podía para aprender a tocar con aquel método de estar concentrado en su propia exaltación. Rafael dice que no es un hombre valiente. Lo dice porque su temperamento no conoce el ardor insoportable de otros hombres. Rafael tuvo que dejar muy pronto la escuela porque su padre, que era apoderado en las fincas de Julio Acosta, le apremió con que le ayudara con tantas tierras. Él tenía trece años y un vaivén permanente entre la duda y la revelación. Por eso le gustaba tanto la idea de hacerse cura como le gustaba la idea de hacerse músico. Por eso cuando estuvo algunos veranos trabajando de vigilante en las viñas, dice que siempre se llevaba la mandolina y que era portentoso su sonido en mitad de aquel silencio sepulcral del campo. Igual que cuando estuvo en las cuadrillas de las ánimas, donde dice que pudo experimentar a la misma vez su dos devociones.

Cuando se enamoró de Dolores, la niña Virtudes, él tenía diez y seis años y ella quince. Dice que fue en un día de San Marcos, en la venta el Judío, cuando se apresuró a declararse, y como aquel amor le pareció tan puro, dice que ya no le importó estar luego doce años más de novios si luego podía consagrarse para el resto de la vida. Rafael, Rafalito, nunca hace ostentación de nada salvo del amor por su mujer y por sus hijos. Todavía recuerda cuando nació el primero y el trajín de aquel parto. Dice que el Mollina fue quien los tuvo que llevar en su coche a Almería. Y que era de noche cuando cerca de Albanchez se les rompió. Y que iba con ellos la partera Alférez. Y que tuvo que ser la Guardia Civil la que luego los rescató y custodió hasta el hospital. Y que fueron subidos en un camión como si la vida hubiera perdido su ritmo reglamentario y todo se hubiera vuelto ridículo y divertido. A Rafael le gusta la felicidad que proviene de la quietud de las cosas, del silencio. Por eso, cuando se va a dormir, siempre canturrea en voz baja alguna canción con la que amansar su corazón y con la que dar las gracias a la vida. Porque Rafael dice que está muy agradecido a la vida por todo lo que le ha dado. Por los años de trabajo en Diputación, donde recorrió durante diez y siete años toda la provincia de cabo a rabo y donde experimentó parte de la soledad que todavía contiene su corazón. Y por la suerte de su matrimonio y sus hijos, de los que dice que siempre supieron comprender su carácter y sus ausencias interminables. Y como recuerda las decenas de pensiones en las que se alojó durante ese tiempo, ahora se complace con su propia casa como el aventurero que retornara después de toda una vida de peripecias y algún estrago. Rafael dice que nunca ha sido un hombre perspicaz. Y que nunca le ha perturbado ningún raro anhelo. Y que su pasión siempre ha sido otoñal, sin delirios. Por eso, ahora, en el descansillo impoluto de sus últimos días, cogido de la mano de su mujer, los dos solos, hay días que comprueban como se han hecho más lejanos los gritos de los pájaros y como la soledad compartida se ha convertido en su patrimonio, y aunque Rafael no tiene ninguna pesadumbre hay veces que se esconde en la terraza de su casa a repasar las sillas o para escatimar su propio tiempo y es cuando le roza un hilo de nostalgia natural y entonces le apremia algún recuerdo con su pareja de lágrimas saladas.






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