Juan Lizarte Mirón


Juan Lizarte Mirón
Juan Lizarte tuvo siete novias y un amor inconfundible para cada una de ellas. Y no es un capricho de su imaginación ni una secuela de aventuras fingidas, sino la ciencia cierta de su corazón. Juan Lizarte nació en el cortijo de Onegar cuando la perspectiva de la vida era la medianería del campo o la herencia de una miseria prolongada, porque dice Juan que en Purchena había muchos caciques y las ganancias de las tierras eran tan exiguas que quien quería vivir de aquel trabajo tenía que doblegarse sin la garantía de ningún futuro. Juan quiso ser cura cuando el padre Damián le iluminó son sus sermones perfectos y con aquellos arrebatos de misericordia por los más pobres y, aunque luego desistió, aquella soflama tuvo luego su efecto porque, dice Juan, cuando fue taxista nunca tuvo ningún reparo en asistir a mendigos que encontraba por la carretera y si había que darles para comer, les daba, y si había que llevarlos a cualquier sitio, los llevaba entre los asientos de los que emigraban hacia Barcelona con aquella descomunal respiración de pavor por la incertidumbre de su destino. Pero eso fue después, después de que le decomisaran el corazón una y otra vez.
Juan aprendió a leer y a escribir con un maestro que iba por los cortijos. Y aunque aquella enseñanza fuera espuria y apenas aprendían nada, dice que fue suficiente para poder escribir su primeras cartas de amor. Y es que Juan siempre ha preferido los designios del amor a los de cualquier otra cosa. Dice que la primera vez que se enamoró fue de la hija de don Carmelo el médico. Y que fue en la finca la Campana. Y que ella se llamaba Paquita. Y que se le declaró antes de irse a la mili. Y que ella le dijo que su corazón era de otro. Y, dice Juan, que a los dos meses de aquel desagravio recibió una carta donde ella le proponía solo amistad. Y dice que al final Paquita se quedó soltera, y sin novio. A Juan siempre le ha gustado la parranda. Cuando todavía estaba en la finca de Onegar, dice que mataba conejos y escogía los huevos más brillantes de las gansas para llevárselos a Suflí a convidarse con los amigos. Y como nunca tuvo previsión para la pasión, en aquellos viajes siempre se contagió de amor. En Sierro, en Suflí, en Lúcar, en Albox, y en Purchena. De Sierro todavía tiene inmaculado el recuerdo de Mercedes de quien dice se enamoró en una playa de Barcelona y, como fue tan repentino y tan claro, dice que ella le regaló una cruz con una cadena de oro que luego recogió con un presentimiento: “esta cruz será tu cruz”, se dijo. Y así fue porque al poco tiempo, ya en Sierro, y cuando él pensaba que ya estaría consagrado a aquel amor, dice que un médico que recelaba de aquel sentimiento, le emborrachó y recuerda que perdió los papeles y su galantería y con un desprecio banal zanjó aquella relación aunque el bombo de su corazón lo negara durante mucho años después. Juan siempre ha sido locuaz y atrevido. Cuando se iba a la vendimia a Francia dice que siempre estaba un mes más sin que nadie sospechara que ese mes adicional lo dedicaba para ir a Mallorca a volver a ver a Mercedes. Como aquel amor parecía revelarse como infinito, Juan no escatimaba esfuerzos para reencontrarse con ella, pese al suplicio que luego le ocasionó su ardor, porque además de tener que ocultarle a sus padres su destino escribiéndoles cartas a través de su hermana en Francia, aún recuerda que aquella farsa le obligaba a tener que pedir luego dinero para proseguir con su delirio, o como en alguna ocasión, a tener que trabajar en las carreteras para poder regresar a Purchena intacto. Y si se enamoró en Sierro, también lo hizo en Lúcar cuando llevó desde Onegar una marrana para vender y conoció a Carmen. Y si con Carmen todo se disipó una noche de teatro en la que él coqueteó con una cantante y ella se enteró y a los dos días le envío una carta que zanjaba cualquier esperanza, en Tïjola el estropicio fue con una chica de Bilbao a la que llevó al cortijo haciéndose pasar por propietario y obligando a sus hermanos a fingir que eran sus sirvientes. Todo ocurría siempre con la misma naturalidad. Tanto el júbilo como el desencanto posterior. Juan es un hombre bueno. Sin rencillas. A todas las mujeres que quiso las sigue queriendo con esa especie de fraternidad que solo unos pocos pueden macerar. Estando en el servicio militar fue cuando todo cambio. Acostumbrado a renegar del campo, en la mili su anecdotario prosiguió de una manera tan estrambótica que solo él es capaz de relatar. Y dice que estando Cartagena, sirviendo en el submarino D1 tuvo un percance que le obligó a ir al hospital. Y dice que allí se enfrascó en las lecturas de Cristo Rey y, como luego él las repetía con su grandilocuencia, dice que sedujo de tal manera al personal, que luego no tuvo problemas para que le dieran todos los permisos que solicitaba. Y allí mismo cuenta que lo confundieron con un enfermo mental y que lo tuvieron recluido durante tres días pensando que su desparpajo era locura. La vida de Juan cambia cuando vuelve del servicio militar y cuando ya está enamorado de la que luego sería su mujer. Fue entonces cuando compra la primera licencia de taxi y cuando compra su primer coche: un 1500 blanco que le costó veintidós mil duros. Entonces su vida fue la carretera y sus aventuras, y sus trifulcas. Como las que aún recuerda que siempre tenía con el Guardia Civil Pelos Blancos. Y recuerda que ocultaba el olor de las morcillas con el humo de su puro. Y recuerda que una vez se dejó el remolque del coche en mitad de la carretera después de desengancharlo por un pinchazo. Y recuerda que todo aquello ocurría con tanta naturalidad que hasta los huesos de algún muerto que tuvo que transportar, se morían de la risa. A Juan Lizarte no le queda ningún rastro de seres imaginarios, su vida ha sido certera. Y como escogió la libertad de ir donde quisiera, no le aflige ningún rencor por nada ni le remuerde ningún recuerdo. Por eso cuando se sienta a mirar frente al mar de sus días restantes, aún escucha el escándalo de los amigos en las comilonas, y el escándalo del Barrio Chino de Barcelona cuando las putas le veían aparecer con su bolsitas de morcillas y su acalorada felicidad. Y como aún es capaz de detectar el rubor oculto de las mujeres porque siempre les dedicó una adoración inimitable, hay veces que se ensimisma en su recuento y cuando creen que se duerme, es que está removiendo con sus manos el cofrecito de sus sueños secretos.

Comentarios

  1. Me gustaría ver la cara tras leer estas letras que le dedicaste. Un abrazo.
    Yo diría que lo haces muy bien.

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