Manuel Sola Martínez

Manuel nació en la Rambla de Jebas, cuando en Purchena la gente empolvaba los sueños para preservarlos del tiempo y a los niños les tatuaban el sacrificio con tizones.
Manuel nació en mil novecientos veintiocho cuando la única ventaja de la vida era encontrar cortijos sin hambre donde mitigar la fatiga insuperable de la supervivencia y donde desentenderse de aquel vendaval de calma tensa que predecía a la Guerra Civil y que luego acabó por turbar todas las vidas y todas las esperanzas. Manuel es un hombre calmado, con rastros de una corpulencia antigua contra la que también prevalece una sensibilidad silenciosa, y la ternura. Cuando tenía tres años dice que falleció su madre y su corazón se quedó entonces helado como una chimenea sin rescoldos. Como él era el menor de cuatro hermanos, fueron los abuelos maternos los que se encargaron de su crianza, primero en el pueblo y luego en el cortijo del Cafornal.

En el cortijo tuvo que desentenderse definitivamente de la escuela y de cualquier esperanza infantil. Y como sus abuelos no tenían buena relación con su padre, aquello sirvió luego como escusa para que la familia se dispersara sin remedio. Y entonces la servidumbre se impuso sobre todo lo demás. Su hermana Carmen se fue a servir a casa de doña Dolores y su hermano Juan se fue de pastor con el Cubilín. Y como no hubo otra opción para su vida, tuvo que soportar su soledad en aquel mundo telarañado y polvoriento sin rechistar. Aún así Manuel nunca ha recelado de la vida que tuvo, ni nunca se ha mostrado ofuscado por aquel destino. Aún recuerda cómo su abuelo Manuel le puso dos mulos en las manos cuando todavía no tenía la fortaleza para sostenerlos, y cómo supo domarlos con su férreo sentido de la vida. Y cómo vendían chumbos, tomates, higos y uva en las Menas, como si aquella hubiera sido una expedición de aventureros en busca de sitios por conquistar. En el Cafornal la vida nunca tuvo ningún delirio mayor que el de la propia supervivencia y por eso, cuando tuvo que irse al servicio militar, todo aquello se extinguió como si nunca hubiera existido. Dice Manuel que por entonces ya había escogido a su mujer y, cuando quiso formalizar aquel encantamiento, ella le detuvo con una serenidad insólita y le aconsejó que esperaran a su regreso. En la mili dice que revivió su pasión juvenil y que se olvidó de aquellas jornadas interminables de trilla y del trabajo a jornal. En la mili se desentendió por completo del pánico de los destajos y aunque fue machacante de sargentos, aquello nunca le privó de su paseos vespertinos por las calles de Granada, con aquel porte de elegancia natural que atesoraba sin saberlo. Y dice que le gustó tanto, que hubo un momento en el que estuvo decidido a tomar aquella vida militar u dejarlo todo. Pero luego no fue así porque su destino le indicó el camino de vuelta a Purchena, donde ya se había ido a vivir sus abuelos. Y como no tenía otra opción y tuvo que deshacerse de la idea de retornar al Cafornal, dice que no le dejó tiempo a ninguna duda, ni esperó a que le engullera la desidia del pueblo y, como en Barcelona vivía su hermana Isabel, allí se fue. Con una maleta de madera que le hizo Gabriel, se marchó a San Feliu de Llobregat donde su cuñado trabajaba recogiendo lechugas para los payeses.

A Manuel nunca le gustó demasiado la vida en Cataluña porque dice que siempre sintió la limitación de aquella lengua y un desapego natural. Pese a eso, dice que cuando volvió al pueblo para casarse y para volver de nuevo los dos, su desapego se fue haciendo más profundo. Entonces se fueron a vivir a Cervelló y aunque prosiguió con el trabajo en la bóbila en cuanto tuvo la oportunidad se deshizo de aquella vida y regresó a Purchena para atajar su añoranza. Manuel siempre ha tenido muy arraigada su convicción política. Quizá heredada de su familia, que siempre estuvo vinculada con la República desde que a varios de sus tíos los encarcelaran cuando se produjeron las represalias franquistas. O quizá por un sentido de la justicia social transcendente. Recuerda Manuel que el encarcelamiento de su tío Pedro, un activista en la colectividad, y el de su tío Luis, Guardia de Asalto durante la República, les incitó luego a todos a ser más cautelosos cuando el franquismo empleó su propia revancha. Manuel tiene todavía aquella herencia tan presente que dice que, aunque luego nunca dejó de practicar la cautela, siempre fue firme en sus principios. Y por eso siempre se muestra discreto. Y por eso nunca se muestra desairado ni se entromete en la vida de nadie, salvo cuando tiene que replicar con motivo. Cuando volvieron de Barcelona dice volvió al campo, a los parrales de la uva de barco de su cuñado Anselmo. Y como tuvieron que rehacer de nuevo su vida, dice que el cura Donato les prestó su cortijo cerca de la Estación de tren y que allí encontró de nuevo el placer irrepetible del campo. Dice que sus hijos iban a la escuela de la Estación con la maestra doña Remedios y que durante los casi tres años que estuvieron viviendo allí, le dio tiempo para supurar su nostalgia y para ver florecer a su familia. Manuel Sola ha trabajado toda su vida sin hacer acopio de ningún lamento. Cuando se jubiló de la empresa de mármol de don Carlos Tortosa, tuvo el presentimiento de que había concluido todo demasiado rápido. Y creyó entonces que sus sueños se habían disipado sin apenas notar su textura, porque a él le hubiera gustado la vida militar, o haber sido Guardia Civil, pero la intensidad de los días y la premura de la supervivencia lo fueron llevando de un lado para el otro sin saber ponerle ningún remedio. Manuel nació en la Rambla de Jevas en mil novecientos veintiocho. Como su madre murió tan pronto, dice que no recuerda cómo eran sus caricias, ni cómo eran su manos, ni cómo era el resplandor de su mirada. Pero no lo dice con ningún dolor ni el aflige el recuerdo. Es tan solo un sentimiento que prefiere que se quede en el recodo de su corazón, para que nadie lo encuentre. En el mismo recodo en el que también guarda abrazos sin usar, besos prolongados y alguna palabra más de amor que tuvo que ocultar antes de que la ventolera de la supervivencia la engullera con su voracidad natural.


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