Isabel Sánchez Navarro
Isabel
nunca ha tenido la incertidumbre del amor ni le ha afectado nunca la rara
fascinación por el lujo o por la belleza inusitada de las adolescentes. Sus
padres siempre estuvieron amarrados a la esclavitud hereditaria de los pobres y
por eso a ella nunca la dejaron libre para el regocijo de los juegos y de la
confidencias. Isabel desarrollo entonces un misterioso sentido de la
orientación y la supervivencia fue el lucero con el que se guió toda su vida,
evitándole los desmanes y también cualquier algarabía. Isabel nació en la
Ermita Vieja de Oria en una casa donde no había nada. Ni esperanza, ni
consuelo, ni más disputas que las de sobrevivir sin rechistar porque, dice
Isabel, eran tan conscientes de que no había casi nada que comer que nunca se
quejaron de nada, ni lloraron, y cuando había pan siempre se lo daban al más
pequeño y cuando había esperanza, la desmigaban para que llegara para todos. La
casa de los padres de Isabel siempre estuvo limpia. Los hijos dormían en la
cámara y los padres en un dormitorio descangallado del que nunca emanó
ternura. Y como siempre les acechó la
inconstancia de un futuro, cuando Isabel tenía doce años tuvo que meterse a
trabajar de sirvienta en casa de María Reche de Oria por ver si con aquello se
aliviaba el resquemor de tanta miseria y podía ganar algún dinero con el que
ayudar a sus padres.
Pero dice que no. Isabel dice que aquel tiempo solo le
sirvió para arrendar su propia vida y para desear no haber nacido. Y aunque
todo lo que ganaba, que eran apenas treinta duros al mes, se lo daba a ellos,
había veces que tenía que ingeniárselas y darles trigo y embutidos a escondidas
cuando los dueños de la casa no podían verla. Ella decía que venían las ánimas
benditas cuando veía a su madre abriéndose paso a empujones entre las tinieblas
de aquella casa. Y aunque los dueños nunca lo supieron, con aquello supo que
detestaba su vida. Y aunque aprendió que a las penas había que darles careo y
echarlas fuera de la cabeza, en cuanto tuvo la oportunidad, se fue de allí. Dice
Isabel que sus padres siempre criaron un cerdo y que tenían un bancal a renta. Y
que eran cuatro hermanos y que uno, uno que era
más hermoso que la luna, un día se quemó y como su hermana le echó agua
fría para aliviarlo, dice que con aquello contrajo una pulmonía y que se murió.
Y dice que su padre Pedro José Sánchez era muy raro y que nunca le dejó irse
con nadie. Y que su madre Sebastiana, que era de Urrácal, era tan pura y
obediente, que nunca se le deshilachó ninguna ofensa por nadie y que soportó
aquella esclavitud como una condena que sepultó cualquier buen recuerdo. Isabel
no tiene ninguna añoranza de su infancia. Recuerda que su casa era pobre,
pequeña y limpia. Y recuerda que siendo demasiado niña, antes de ponerse a
servir, ya tenía que irse a segar al campo Cisnares o al Contador para poder
ayudar en la casa. Isabel, durante los siete años que estuvo de sirvienta, dice
que su soledad se hizo inmanente y que cada vez se hicieron más lejanos los
gritos de los pájaros. Y aunque estuvo entremedias un año en Reus sirviendo en
casa de la familia Padré, en la que
dice le trataron muy bien pero que no le gustó porque eran un poco raros y no
se sintió cómoda porque apenas entendía lo que se decía, luego volvió de nuevo
a la misma casa aunque esta vez con la determinación de escapar de aquel
agravio permanente de trabajar para los demás. Y por eso todavía se lamenta de
cuánta vida le ha costado encontrar la tranquilidad de no tener que hacer nada,
de no tener nada que hacer salvo esperar a que los días transcurran sin el
agravio insoportable de tener que trabajar sobre la senda del trabajo hecho
para poder sobrevivir. Por eso, cuando decidió fugarse con su marido, todas las
dudas se disiparon en un santiamén. Dice que aquella misma noche se esfumaron
sus miedos y aunque durante el camino que les llevaba al cortijo los Navarros,
el corazón se le quedó helado por el pavor, una vez que llegaron comprendió que
su vida había cambiado por completo. Como él era viudo le mostró todo lo que
tenía y dispuso que ella sería quien lo administraría. Y entonces se aplacaron
los misterios de una vida arrendada y ella se entregó a la rutina de los días
sin rumbo. A los dos meses de escaparse juntos se casaron en Oria y allí el
cura los bendijo con una par de bendiciones desganadas y, como no avisaron a sus
padres, allí se zanjó todo, sin la locura del corazón y con un leve
estremecimiento por el futuro porque, dice Isabel, apenas se conocían y aún no
sabían quererse. Del cortijo de los Navarros se fueron a los Evaristos y de
allí al Serval. Isabel nunca ha tenido una regalo. Ni una sorpresa envuelta en
celofán. Por eso dice que no repetiría nada de su vida. Ni la servidumbre, ni aquel
trabajo desmedido. Por eso ahora solo le gusta recordar. Recordar el revuelo de
su corazón cuando salía de la casa donde servía para irse corriendo a las
clases nocturnas de su maestra Doña Josefa, con la que aprendió a leer un poco,
pero no a escribir. Isabel nunca ha sido presumida. Ni ha sido estrambótica.
Ella dice que siempre ha llevado las mangas a ras de las muñecas para no
aparentar mas de lo que era. Y por eso nunca se ha maquillado, porque dice que
siempre ha tenido sus propios colores y por eso no ha querido empolvarse más de
la cuenta. Isabel siempre procura sentarse junto a su marido en señal de
protección. El gesto impávido y ninguna reverencia. Y por eso, cuando el reloj le
avisa de algún recuerdo remoto con sus campanillas desgastadas, hay veces que
se estremece sin alivio y si cree que va a desfallecer, luego se apacigua viendo
a su marido dormitar, con ese cansancio ancestral que solo tienen los hombres
que nunca pudieron sobrevivir a la soledad. Isabel Sánchez Navarro tiene las
manos finas y la mirada enclenque. Su vida nunca tuvo el inmenso propósito de
la pobreza que afectó a otros. A ella le gustaba la vida sin resignación, le
gustaba andorrear por el campo con la inocencia de las niñas felices. Por eso
no ha tenido que ordenar ningún resentimiento ni ha florecido en su corazón la
desdicha. Isabel Sánchez Navarro hay días que guarda un silencio sepulcral para
esconderse del mundo. Un silencio sepulcral con el que poder escuchar sus
propios latidos y con el que su sombra diminuta puede trepar por las paredes
encaladas del salón sin asustarse.
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