Dolores Alfonso Carrillo
Dolores
Alfonso Carrillo

Primero lo llevaron al castillo de Cuevas del Almanzora y luego a Archena. Cuenta Dolores que iba con una amiga a visitarlo a Archena y que el desprecio era tan exagerado que les daban de comer el rancho que sobraba de los presos antes de ahuyentarlas con amenazas de todo tipo. Cuando Dolores se casó con Miguel, o el tío Miguel, como se le conoció luego, ya tenían cinco hijos y la fe puesta por igual en todos ellos. Les casó el cura don Emiliano, el mismo que les había acogido en el Moro, en el cortijo de Benacebada, en la Sierra de Baza, cuando vio el reflejo de sus vidas sin oportunidades y les remitió toda la piedad que pudo. Dolores todavía recuerda la bondad de aquel cura como una bendición y, como aún es capaz de sonreír con su sonrisa imprecisa, parece que se alivia de su aflicción cuando cuenta lo dicharachero que era, y cuando dice que ponía la misma pasión cuando hacía de marchante de ganado en Baza, donde aventaba su sotana para que se cerraran los tratos, como cuando apaciguaba las desdichas de su familia acogiéndoles sin pedir casi nada a cambio. En Benacebada, donde trabajaban el campo y arreaban una ristra de mulos con un afán desaforado, el estigma del encarcelamiento de Miguel se filtró sin remedio y, recuerda Dolores, hubo un tiempo en el que tuvieron que sobrellevar aquel espanto con permanentes visitas de la Guardia Civil, que aunque nunca las usaron para reprenderles, al final acabaron por llenarles de temor. En los inviernos de Benacebada la vida se consumía sin esperanzas y por eso, parte de la familia tenía que emigrar a Barcelona a trabajar en el carbón para las estufas o para limpiar en las casas como la única oportunidad para aliviar su encanijada economía. La familia de Dolores siempre conoció el vértigo de la supervivencia con un hábito desolador que, si bien no les amilanó en ningún momento, siempre les mantuvo en un permanente estado de excitación. Y por eso siempre tuvieron el hatillo listo para ir de un lado a otro, en un periplo incesante rastreando cualquier oportunidad para la vida. De Baza se trasladan a Cerro Muriano, en Córdoba y, después de unos años, regresan de nuevo a Benacebada donde Dolores cumple con la maternidad y tiene otros cinco hijos más. Dolores es una mujer con un corazón pacífico. Pese a las interminables oportunidades para rechistar por la dureza de la vida, siempre escogió su calma porque, aunque siempre trató de asfixiar los peores recuerdos con cal viva, nunca lo consiguió. Y cuando en alguna ocasión sufrió una afrenta insoportable y su alma se abrió en un delirio incontenible, luego pensó que si se lo confesaba a alguien solo obtendría el repudio y por eso se escondió en un silencio puro y guardó su secreto en lo más profundo de su pecho. Y si quiso desvelarlo, el propio temor le astillaba los dientes y le consumía la esperanza por vivir. La vida de Dolores ha estado determinada por una sacrificio extremo y por un interminable. Dice que hasta que no llegaron a Purchena y fueron acogidos por Rafaela, a la que llamaban la tía coja, no pudo vislumbrar cierta calma y pudo apaciguar el estigma que acarreaba desde tanto tiempo. Y así la vida anduvo luego entre el molino de la muerte en el Marchal en Macael, donde dice Dolores que había una higuera en la puerta que devoraban con la impaciencia de su nueva vida, y el cortijo Al Far de Purchena, donde tomaron una yesera para certificar que todo aquel tiempo pasado quedó relegado a un recuerdo de pesares inmerecidos. Dolores es una mujer que ha desistido de su pasión natural por recostarse en la cama a la espera de que se pueda cumplir cualquiera de sus innumerables sueños incumplidos. Y aunque no tiene las heridas abiertas ni le carcome ningún odio, hay días que sus suspiros son tan poderosos que parece que estuviera reviviendo un dolor profundo como una sima. Dolores tuvo doce hijos y otro que perdió. Y tuvo el amparo del cielo cuando no había otro remedio para sus anhelos. Y por eso, ahora, cuando la vida ya ha pasado y le ha rendido las cuentas, solo ha quedado el misterioso efecto de su silueta en la cama, con su ternura infantil, acurrucada sobre sus bracitos, contando las horas que le restaban mientras apuraba su último lamento con una sarta de lágrimas diminutas en señal de su prodigiosa fortaleza y de su exagerada bondad. Y por eso Dolores navega ahora en su propio cielo recopilando toda la ternura que la vida trató de ocultarle.
Gracias Jose Carlos por este artículo
ResponderEliminarDolores era una tia abuela mia
La recuerdo con un cariño enorme