Antón el hojalatero


Antón Cortés Torres

En el cruce de Urrácal se espantaba las moscas con un látigo de madera de cerezo y el hambre con un zarpazo de garras ahumadas. Solo hacía unos días que se había casado, en un acto que duró lo justo para estampar las firmas y conjurar la vida con dos miradas, y como no tuvo el revuelo de novicias con hábitos bordados ni el bullicio de las palomas asustadas, cuando apareció por el camino de Purchena, después de cruzar por la sombra del olivo del pirulí, parecía el mismo niño robusto y tímido que amaestrara su papa José María cuando tenía ocho años y le acuciaba entonces con la combinación de ternura varonil y la severidad para que aprendiera el oficio de la hojalatería como único recurso para postergar la pobreza.

Se llama Antonio Cortés Torres, pero es Antón, Antón el hojalatero. Cuando era niño, su madre Frasquita le prevenía con abrazos para ahuyentar el dolor miserere y como notaba que miraba con incrédula atención, también le enseñaba la textura y el color de los higos secos para que aprendiera a distinguir los mustios de los sanos, y también lo balanceaba en el mecedor para que adquiriera el hábito de la calma. Cuando Antón se asomó al cruce de Urrácal, como tuvo el presagio de una vida mejor, se amarró la esperanza con una hebilla de esparto y mientras se acomodaba el calzón remendado con doble hilo, alentaba a su joven mujer con caricias efímeras y sofocaba a la burra con oraciones misteriosas. Antón tiene las manos tibias como el azúcar recién tostado y unas ansias en el pecho que nunca han demorado su sonrisa ni le han privado de la hegemonía de su apariencia de gitano completo.

Cuando llegó a Urrácal, las calles estaban desiertas bajo un sol tenaz y las casas cerradas, sin vestigios de vida interior. Como le daba vergüenza vocear y no tenía las ostentación de otros gitanos que afligían a los niños con historias inventadas de esteras voladoras y laberintos habitados, que les provocaban correndillas ruidosas y espontáneas, prefirió la suerte de su mirada cautiva y el rumor de su voz. Así aprendió a cambiar viandas y alcuzas por tocino y pan, y trébedes pequeñas para matanzas por platos de higos y lana. Hasta que no encontró donde vendieran el latón, tenía que buscar latas de sardinas de las escombreras y seleccionar las más rectas para sacar piezas completas y las más gruesas para extraerles el estaño, obligándolas a gotear sobre una montonera de arena y fuego.

   Antón, el hojalatero de Purchena, siempre ha encontrado quien le preste un abrazo y quien le llene las aguaderas. Y cuando tenía hambre, le daban. Y cuando tenía frío, lo amparaban. Y cuando quería migas, echaban más agua. Y por Semana Santa, cuando quería buñuelos, le regalaban celemines de harina de trigo y aceite y papas, Ahora, a los ochenta y tres años todavía aparece firme y recto, con su salud de piedra y la misma ilusión de aquel día recién casado, cuando después de atravesar la sombra del olivo, pensó en la vida y buscó un lugar donde sentarse y que no le diera el sol, para poder echarles el culo a los cubos de los marranos o para lañar algún plato, mientras mitigaba la vida con oraciones misteriosas y caricias de hojalata.

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