El candil de yeso tibio


Hay un extraño funeral en la esquina norte de una estrella. Es un funeral sin muerte, con las luces inacabadas y el retrato de una sombra sobre fondo negro. Un funeral con un extraño ruido, un funeral, y las miradas ancianas de la plegaria.
Se llama Golucho y tiene el silencio antiguo de los secaderos humedecidos por la forja de las dos manos, y la rutina irremediable de los pies paseadores, y la verdad indemostrable de los cortijos caídos. Las manos perfectas y las alpargatas sin remendar. Se llama Golucho y se alimenta de la extenuación y de las amapolas que crecen en su tierra firme. Como todos los hijos, aprendió a amar escondido entre las tinajas y su soledad, como el penado con su sufrimiento. Se llama Golucho y ha domesticado a la ternura para poder esculpir sobre el lienzo con el trazo infinitesimal de las arañas. 

Sabe que no existe la sombra, sino la luz. Y que el silencio solo es el sonido imperceptible. Lo sabe porque se lo enseñó un cura derrengado la única vez que conoció el amparo en aquel internado al que se llevaban a los niños para que se abrazaran con un pudor medicinal y para que aprendieran a curarse solos de la sarna licuada del olvido. Golucho es un pintor ambulante por todas las vidas. Su mirada tiene la premura desgastada y su sonrisa el esbozo de la sobriedad. Golucho es un pintor ambulante por todas las vidas porque ha encontrado el sinfín espiral de su camino, y el color de su tiempo. Por eso las puede habitar con la dureza del metal, sin que se inmuten por su golpeteo incesante de pinceles heridos. La obra del pintor Golucho es la obra de un escultor. Si nació en Madrid solo fue por el destino. Si vivió en Paris, fue solo por el destino. 

Condenado por la belleza ilimitada, hace tiempo que la pintura dejó de ser su lugar preferido porque la soledad de lienzo y su parsimonia interminable de realismo y su sufrimiento le han privado de una parte de su curiosidad innata y por eso ahora prefiere los días radiantes y el pellejo adormecido de los viejos. Y el giro de las estrellas en el infinito. Y la luna pastando en el cielo y el rumor de los pájaros en el abrevadero del río. Y el hierro.
El otro día conocí a Golucho con sus alpargatas y su mono azul de fontanero. El otro día conocí a un pintor que tiene en sus manos los artilugios del cielo y la intensidad tan pura que sin mirarlo te sobrecoge por dentro.

En la esquina norte de una estrella hay un funeral con velorios y una silla vacía. Un funeral sin muertos. Un funeral con vida. Un funeral sin curas y sin casullas. Un funeral con niños que regresan de acechar nidos. Un funeral con el sepulturero en calzoncillos. En la esquina norte de una estrella hay un niño con el pelo empinado, que se ha arrodillado frente a la luz sobrecogedora de un candil de yeso tibio para encerrar de una vez por todas el invierno.

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