Masi


Masi Saiz González

Masi ha perdonado todas las deudas que han contraído con ella porque dice que en su corazón nunca albergó otra obsesión que la de trabajar y preservar su vitalidad intacta, y la de perdonar. Y por eso sus recuerdos son tan nítidos y su expresión no tiene ningún rencor. Masi nació hace ochenta y dos años en el pueblo de Leva, en la comarca de Merindad de Valdeporres, en Burgos. Si en alguna ocasión pensó en su destino y en abandonar aquel lugar, nunca tuvo la clarividencia de vivir más allá de aquella vida de campo perfecta, hasta que conoció a su marido Donato. La vida de Masi en su pueblo era una vida idílica. A los niños las mujeres los llevaban en los cuévanos, con aquella simbiosis de amor natural del campo. Y a los bueyes los veneraban con una profusión, que ella nunca más volvió a ver fuera de allí aquel fervor. Y como no tenían el azoramiento de los sitios multitudinarios, dice que se encomendaba a las fiestas con sus primas Petri y Jelita con tanta intensidad, y con tanta soltura, que aún recuerda cómo aprendió a beber de la bota al mismo tiempo que cantaban aquel estribillo de su tierra que decía: Gregorio, Gregorito, Gregorín. Masi nunca se ha olvidado de su pueblo pese a que lleva toda la vida en Purchena. Y no se ha olvidado de su pueblo ni de los vuelos rasantes de los aviones durante la Guerra Civil, que dice siempre atribuían a la Pasionaria. Ni se ha olvidado de los días sin rumbo, ni del frío perenne de su infancia. Masi conoció a su marido Donato porque el padre de éste se había trasladado desde Urrácal, de donde era oriundo, hasta el pueblo vecino de Villavés. El padre de Donato era ferroviario y en aquel destino estuvo el tiempo suficiente para formar su propia familia y para que nacieran todos los hijos. Purchena era entonces un destino tan remoto que ella nunca lo había puesto en el mapa, hasta que con diez y siete años empezaron a noviar con tanto afán, que ya nunca pudieron separarse. Cuenta Masi que su marido, con diez y nueve años, ya viajaba a Purchena para vender patatas de simiente de la compañía Seico. Y como aquellos viajes fueron haciéndose cada vez más continuos, fue por lo que la familia de Donato avistó la idea de mudarse. Y así lo hicieron. Masi se casó con Donato el seis de enero de mil novecientos sesenta. Ella tenía veintiséis años y él veintiocho. Y dice que se casó a sabiendas de que su destino sería el del sur, y su menester el de trabajar sin descanso. Aunque ya tenían una niña cuando se fueron a vivir a la Estación de Purchena, recuerda Masi que, durante el viaje, se puso enferma y al poco tiempo falleció. La vida entonces adquirió un luto conmovedor que ella luego solucionó trabajando sin mirar a otro lado y adecentando su corazón con sonrisas y plegarias. Aquel tiempo, después de perder a su hija le trastornó de tal manera que si no hubiera sido por la ayuda de doña Carmen la del médico, por la señora Juana, que dice luego fue como su madre, o por la de Pepa, aquel dolor la hubiera engullido en un malestar irreversible. Y por eso recuerda que la acompañaban a dar paseos por la Estación y que la arrullaban en sus brazos para que disipara el dolor que le quedara. A Masi aquello nunca se le olvidó. Y por eso luego, cuando logró reconstituirse y mirar a la vida sin desdén, dice que ya nunca quiso afligirse por nada. Y como tenía una vitalidad natural, luego sus amigas siempre se quedaron paralizadas con su fortaleza y con su desparpajo. En la Estación estuvieron viviendo cinco años mientras se hacían su propia casa en Purchena. Dice que allí nacieron luego dos de su cuatro hijos y que aquella vida en la Estación fue el preludio de su felicidad. Porque Masi siempre fue feliz después. Cuando lograron hacerse su casa y abrir el almacén, su vida se convirtió en un torbellino. Y como recuperó parte de su ánimo juvenil, dice que en aquel almacén fundó su nueva vida. Y mientras vendía materiales de construcción, o patatas, o piensos, había veces que tenía que interrumpir el negocio para ir a amamantar a su hijo. En el almacén se vendía también amoniaco, súper y potasas. Y dice que cuando vio llegar por primera vez a la gente con burros, su sorpresa fue incontenible porque hasta aquel día el único animal de carga que conocía eran los bueyes.
Masi siempre fue una trabajadora incansable. Mientras su marido trabajaba con el camión, ella de dejaba de azorarse con nuevas tareas. Y a parte del almacén, dice que también era la partera de las marranas. Y como ella se erigió en la dueña de aquel trajín, dice que siempre guardaba tiempo para ordenar la casa, o para resolver situaciones menos trascendentales, como arrancarles los colmillos de leche a sus hijos con unos alicates. Pese a su rudeza, Masi siempre fue una mujer cargada de ternura. Y aunque dice que en Purchena lo único que hizo fue trabajar, también dice que siempre fue feliz, con aquella felicidad que le otorgaba la imprevisión de los días. Masi tiene la memoria saturada de tantas cosas como recuerda de aquellos años.
Y recuerda cuando se sacó el carné de conducir en Lorca después de hacer las prácticas en el campo de fútbol de Purchena. Y recuerda que se compró una seat trans que cargaba hasta los topes de habas. Y cómo una vez atropelló a una burra que estaba amarrada en la puerta del almacén. Y cómo lloró junto a su tía Agripina cuando vio por la televisión el accidente de la bomba de Palomares. Masi recuerda que el Burgos siempre estaba de fiestas con sus primas y que en Purchena, no. Luego, cuando murió su marido, dice que se quedó tan desamparada que pensó que allí había concluido todo. Y como se sintió tan desamparada, dice tuvo que emplear toda aquella energía natural que tenía para no sucumbir. Masi tiene ochenta y dos años y ningún recelo. Dice que las deudas que tenían con ella ya las liquidó. Como dice que ya liquidó su tristeza por la muerte de su hija, de la que no sabe ni donde está enterrada. Y por eso ahora, libre de cualquier mal presagio, su vida consiste en viajar todo lo que puede, en abrazar a su familia, y en procurar que no le doblegue la congoja que aún le queda por la muerte de su marido, aunque para ello ya tiene su propio remedio: una parte de su ilusión original, otra de cariño para hacerse inmune, y la tercera su medicación.

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