Josefa Benito Muñoz


Josefa Benito Muñoz
El padre de Josefa nunca quiso que ella se echara novio porque era tan alegre que solo de pensar en su ausencia y en que se podría esfumar su remolino permanente de vitalidad, se le torcían las entrañas y entraba en una especie de trance irrevocable parecido al silencio sepulcral de los mutilados. Josefa es una mujer con una dignidad majestuosa. Josefa recuerda todavía como en la escuela las niñas iban por un lado y los niños por otro. Cada uno su propia educación. Y recuerda como su padre se iba a vender a Macael para poder comprarle luego la Enciclopedia. Y cómo luego daba las lecciones en voz alta con aquella soltura impropia para su edad. Josefa es una mujer con una vitalidad incandescente, casi arrolladora.
Y si siempre tuvo dificultades para ver bien y nunca la diagnosticaron a qué era debido y nunca pusieron remedio a su miopía, a ella aquello nunca la amilanó. Por eso siempre se sentaba en la primera fila en la escuela y su atención era tan prodigiosa que nunca se quedó atrás en nada. Y cuando necesitaba algún refuerzo, recuerda que su padre la acomodaba en la mesa camilla con la luz del carburo, y con aquel prodigio dice que aprendió a multiplicar y a sumar, y si tiene un recuerdo por encima de otro, dice que fue el de la tabla del seis. Josefa aún recuerda cómo de abandonados estaban los niños de su época. Y como de abandonadas estaban también las mujeres. Y cómo, por aquel abandono, ocultaban los embarazos con la treta de que habían comido gachas, recuerda. Y dice que lo hacían porque nunca le dieron a las mujeres su propio valor y por eso cuando se quedaban embarazadas y las fechas no concordaban con las de su casamiento, la sospecha y el rumor de la gente les afligía hasta casi hasta hacerlas caer enfermas. Josefa nunca se ha pintado los labios ni se ha deleitado delante de nadie. Su hábito primordial siempre fue el buen humor y un amor irreprochable por su marido Frasquito de Sierro, con quien se casó con treinta y siete años envuelta en un ardor de esperanza y de lealtad incalculables. La familia de su marido era molinera pero cuando murió el padre de Frasquito decidieron trasladarse a Purchena para coger dos molinos. Fue entonces cuando se conocieron y cuando sellaron una vida juntos. Se casaron en mil novecientos sesenta y dos y ese mismo año tuvieron a su primera hija Josefa Mari. La vida de Josefa se volvió entonces tersa y apaciguada y, recuerda ella, que se liberó de aquellos años de aire enrarecido donde disipaba las horas aprendiendo a bordar y aprendiendo a recitar las lecciones de memoria. Josefa nunca se ha amilanado por nada y por eso dice que tuvo que sobreponerse a su tiempo con una pericia fuera de lo común porque los niños de su época estaban desatendidos y despojados de cualquier esperanza. Cuando se casó con Frasquito todo aquel universo se extinguió por otro donde se impuso cierta felicidad. Y entonces recuerda que se habituó a coser con más intensidad y saber esperar con aquella impaciencia de la vida renovada, y a permanecer en silencio para poder escuchar la llegada de su marido. Josefa estableció a partir de su casamiento una relación perfecta con su familia de Sierro con la que recuerda se juntaban por las noches para comer potajes de morcilla en casa de su prima María Cantos y para conjurar un destino sin perjuicios. Josefa se puso las primeras gafas cuando ya tenía cuarenta y dos años. Y aunque con aquello no recobró la visión de aquel mundo, nunca se incomodó porque desde niña había aprendido a vivir con su propio tiento, y como nunca le faltó destreza para desenvolverse con soltura, luego hizo la misma vida. Josefa tiene intacta su felicidad original y como había aprendido en la escuela a dar las lecciones de memoria, como le había enseñado doña Herminia, doña Matilde y doña Dolores, su memoria es prodigiosa. Josefa tiene su propio mundo. Un mundo sin tinieblas en el que ella divisa con claridad sus recuerdos. Y como sus sueños son tan nítidos dice que hay veces que siente un temor frío inexplicable porque dice que habla con personas fallecidas y que ve a la gente bailando y que todo ese bullicio imaginario no le altera la parsimonia de su carácter. Pero es solo un sueño, un sueño de miedo con las esclusas del tiempo del que siempre emerge con un repullo y una sonrisa sin maquillaje, tan perfecta como la silueta de su enorme corazón. Josefa tiene todavía dos anhelos intocados. El de su madre y el de su marido. El de su madre porque todavía tiene grabada su estela de mujer prodigiosa y tenaz pese a que le faltara un brazo tras una caída fortuita de un burro. Y el de su marido, con el que aún conversa sin abalorios sentimentales. Su marido, que falleció hace treinta y tres años, un día de Santo Cristo, cuando después de caerle encima un tractor, dice que se le gangrenó la herida de su pierna y que el daño, como fue tan profundo, se lo llevó sin remedio. Josefa tiene la piel tersa y arrugada, y un sentido de la orientación tan profundo que le permite viajar en varios mundos a la misma vez. Por eso, ahora que ha aprendido a hablar con el más allá, ya sabe que no existen las tinieblas ni el hedor de profundos lugares, y por eso se siente tranquila, sin el alboroto del temor. Josefa Benito es una mujer completa. Una mujer atenta y sosegada que ya solo quiere brincar por los pasadizos de su poderosa imaginación, ahora sin la premura de aquella supervivencia que le hizo ser más sagaz que el resto y que nunca le quitó la sonrisa. Josefa Benito, la hija de Juana la manca, no tiene remilgos por nada. A ella le gusta todavía el comadreo de los enamorados y la lealtad por sus vecinos. Y le gusta el silencio. Y recogerse una mano sobre la otra en señal de conformidad.  Josefa Benito siempre ha tenido su propio mundo. Y su propia mirada. Y sus propios recursos para la vida. Por eso, cuando se sienta, con el espaldar de la silla a la altura de sus hombros, hay días que mira al cielo y le parece ver su sitio reservado junto a su padre, con la luz del carburo, enumerando otra vez en voz alta cada una de aquellas lecciones que debía aprender para que nunca nadie pusiera en duda su valentía ni su profundo amor por la vida.




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