Jose Carrizo Vega
Jose
Carrizo Vega
José
Carrizo roía los bordes de la cartilla de la escuela para aliviar su inmensa
vocación por la vida o para que aquello le alimentara la virtud de una eterna
locuacidad. José lo cuenta con una sorna ancestral. La misma que sigue teniendo
hoy en día, aunque ahora el reflejo de su propia historia es un permanente
vaivén entre la nostalgia y una revelación espontánea. José Carrizo siempre ha
eludido los discursitos sentimentales y siempre ha escogido la determinación, la
franqueza, y un humor innumerable. José nació en la Rambla de Jevas, en el
barrio de Triana, en una familia con seis hermanos y dos burras muy grandes de
las que solo recuerda el nombre de una: Rucia.
José dice que nunca se lo ha llevado el
viendo por nada. Ni cuando su hermano desapreció en el frente de Usera y ya
nunca supieron nada más de él. Ni adónde lo llevaron, ni dónde lo enterraron.
Ni cuando después se fue a la mili al cuartel de San Jerónimo de Granada con su
maleta de carpintero blanca y un hatillo de aventuras todavía sin germinar.
Rafaela, la madre de José, siempre estuvo enferma de bronquitis y por eso fue
su abuela Virtudes la que le crió. Y como lo hizo con tanta indeterminación,
José creció con aquella cordialidad inusual que siempre suscitó una confianza
inmediata en el resto. Por eso, en cuando pudo deshacerse de la vigilancia de su
padre, se fue solo a las clases nocturnas con el Pepe el Pepón, a quien dice
que nunca le pagó porque nunca tuvo el dinero y de quien dice que luego lo
expulsó de sus clases sin hacer acopio de ningún rencor. Luego José tomó el
mismo hábito con otros maestros hasta que se agotó la beta y tuvo dejarlo para conformarse
con la manada de cabras de su familia y con su alegría originaria.
A
José le gustó el servicio militar. La vida militar. Todavía recuerda cómo pasó
sin problemas aquella prueba para ser Cabo que consistía en ordenar y puntuar correctamente
la frase “ahí hay un hombre que dice ay”. Y recuerda que en cuanto la superó le
hicieron machacante de sargentos y
que entonces su confianza se hizo tan notoria que en muy poco tiempo ya era
capaz de montar una ametralladora con los ojos cerrados.
Al
poco de volver del servicio militar, y después de haberle hecho vender las
cabras a su padre, tuvo que retomar el trabajo en los parrales del cortijo
Paroya de Ángel Salas, donde cultivaban uva de barco que traían en sarmientos
desde Ohanes. Por entonces él ya había comenzado a sembrar también su amor por
Pura la de federo el Loco de Sierro. Una amor tan portentoso que ya nunca pudo
destilar ningún otro. Dice José que después de siete años de noviazgo, se pudo
casar con el consentimiento de toda la familia y que hicieron el viaje de
novios de Sierro a Purchena y que ella ya tenía el ajuar cuando encargaron los
muebles a Paco el carpintero. Y dice que su vida fue luego tan liviana y feliz,
que ahora el recuerdo se le aparece como una ilusión bellísima. José Carrizo,
el hijo de Aureliano y de Rafaela conserva todavía aquella felicidad doméstica
que tenían las familias si recelos. José
empezó al poco tiempo a trabajar en las fincas de los Jurado y al poco tiempo también
abrió su propio bar. Dice que Pura siempre supo administrar aquel barullo de
días y noches y nunca le puso ninguna objeción las veces que cerraba de madrugada
para irse luego sin dormir a montar parrales. El bar Carrizo fue una aluvión de
juventud y jaranas interminables. Allí unos apostaban por ver quien era más
forzudo, y otros se destroncaban porque creían morir de amor. José tuvo aquel
bar durante veintiún años. Dice que allí floreció gran parte de su alegría
inmanente y que allí dejó zanjada cualquier duda sobre su destino. José nunca tuvo
la inquietud por irse de Purchena porque allí lo tuvo todo. Amasó su propio
dinero, que dice que al principio guardaba en el Banco Siero. Aventó su amor
por Pura con un goce inusitado. Y como siempre estuvo comprometido con la vida,
acuñó su propia sonrisa de colores en el rostro. José nunca ha conocido la
pereza y, aunque es ateo, dice que todas las noches se complace con la idea de
que Dios le está oyendo y que comprende sus súplicas y que por eso se persigna
con un gesto nada ceremonioso, aunque reglamentario. José Carrizo dice que es
un hombre justo y confiado y nunca ha tenido la desventura de parecer otra
cosa. Y aunque no pudo completar uno de sus sueños, que era el de haber sido
militar entre polvorines y detonadores de explosivos y estratagemas fabulosas,
él se complace con el resto de su vida. Una vida que no le ha causado grandes
estragos ni le ha quitado la rutina de su amabilidad. Dice que todo el tiempo
que lleva viviendo solo le ha servido para comprometerse aún más con la vida
que le resta. Y que sigue teniendo el corazón generoso y una magnífica vocación
para el amor. Por eso ahora se sienta como un sultán junto a la carretera a
contemplar la lluvia y a rememorar los años en los que estuvo en el servicio
militar y a saludar con la distracción de un sabio porque la vida dice que le
ha dado casi todo lo que le ha pedido con el mismo truco mecánico de sonreír
siempre sin esperar nunca nada. José Carrizo vive todavía con la misma pasión
adolescente que le sirvió entonces para no tener que aparentar nada delante de
nadie. Se sirve de su propia vida para permanecer intacto al tiempo y cuando le
asalta el sopor de su longevidad, dice que siempre cae en la misma cuenta:
mirar hacia el horizonte, obedeciendo a una costumbre de su soledad con la que
todo se alivia y todo deja de tener dureza.
A
José le gusta repantigarse en su silla de playa cuando llega el verano para
preservarse de los malos augurios. Y le gusta pasear sin convencionalismos.
José Carrizo todavía gesticula como un niño hambriento. Dice que no tiene el
secreto de ninguna cosa, ni conoce la alquimia de la felicidad, ni recuerda el
olor del luto. A él le sigue gustando casi lo mismo que le gustaba antes: el
recuerdo del amor incondicional por su mujer Pura, el del revuelo de la
juventud en las madrugadas de su bar y el placer de saber que su nostalgia se
desvanece todas las mañanas en la niebla dejando en su lugar una inmensa
curiosidad por la vida.
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