Ginés Cuenca Martínez
A Ginés lo bautizaron en la pila de San Ginés para dejarle indicado que siempre tuviera encendida la esperanza de volver a Purchena pese a las penurias que lo pudiera asediar y a los trastornos que la vida le deparara. Ginés sigue siendo un niño, con la serenidad indefinida de los niños. Y lo es no por ninguna impostura ni por ninguna casualidad. Ginés sigue teniendo la mirada infantil y la sonrisa sin complejos porque con cinco años tuvo que detener el júbilo de los juegos y atenuar su fantasía cuando murió su padre y se quedó a expensas de un orfandad inmerecida que le llevaría luego, sin explicaciones, al Colegio de Huérfanos Ferroviarios de Ávila cuando apenas había cumplido los ocho años. Aquel suceso intempestivo dice que nunca le ocasionó ningún agravio mayor que el de verse solo cuando la soledad era impropia para un niño locuaz y vital como él. Con ocho años recuerda que se montó en el tren con su madre para emprender un viaje sin esperanzas. Por eso dice que su madre lloraba y que él se abrazaba a la maleta de cartón para no quebrarse del miedo. Y por eso dice que cuando llegaron a los pies de las enormes puertas del colegio, después de dos días de un viaje desolador, estuvo media hora abrazado luego a su madre, tratando de consolarse de aquella impotencia con susurros indescifrables y con promesas inconfundibles. Mientras a él lo llevaron al colegio de huérfanos de Ávila, recuerda que el resto de los hermanos tuvieron que quedarse luego con su madre sirviendo de la casa de Juan Gutiérrez.  La vida de Ginés en el Colegio de Huérfanos Ferroviarios del Opus Dei, luego no fue distinta a la del resto de los hijos de ferroviarios –su padre había sido toda la vida ferroviario- salvo porque a él quizá le invadió una tristeza. Y como cuando llegó no tenía ni calzoncillos con los que cubrirse, dice, fue entonces cuando comenzó a avivar su astucia y su ingenio para procurarse las supervivencia. Y mientras se consolaba con la profusa correspondencia de su madre -le enviaban cartas casi a diario en las que siempre metía cinco pesetas- él no reparaba en esfuerzos por hacerse cada vez más valioso en el colegio. Y entonces comenzó a leerle las cartas a los compañeros que apenas leer. Y a los que no sabían escribir, se las escribía. Y dice que ayudaba a lavar a los más pequeños a cambio de nada. Y como la rutina que imponía Sor María era tan determinada, lo mejor ocurría solo los domingos cuando salir para ir al cine, aunque a la vuelta tuvieran que rezar sin fe y dormir sin sueño.
En aquel escenario de clausura y falsa devoción, donde todo estaba impuesto y nada se podía discutir, fue donde Ginés adquirió la destreza de su corazón. Y aunque no tiene un recuerdo desolador, porque al final se impuso una camaradería fabulosa entre los internos, cuando a los cuatro años de estar en aquel colegio, lo trasladan de Ávila a Madrid, a otro colegio, esta vez mixto, allí cambió todo. La perspectiva de Madrid al fondo con sus aventuras colosales, dice que le disolvió la represión de los años anteriores. Y como se abrió el cielo, dice que la mejor diversión fue la de expiar a las chicas de la sección femenina. Y la de tramar falsas expectativas. Y como la actividad principal era el deporte, dice que se apuntó a tantos como pudo. Y del baloncesto se pasaba al fútbol y del futbol al atletismo. Allí se fue forjando su espíritu atlético que luego, cuando con quince años tuvo que volver al pueblo, le serviría para convertirse en uno de los ídolos más aclamados del fútbol comarcal. Ginés siempre ha sentido una adoración especial por su padre. Cuando éste murió  dice que no fue a verlo porque le daban miedo los cuerpos inertes. Aún así, su recuerdo siempre estuvo presente en su vida.  Su padre era mozo de agujas y Ginés aún recuerda ir subido con él en la zorrilla, que era una especie de carromato ferroviario que recorría las vías impulsado por un artilugio que movían con sus propios brazos.
Cuando a los quince años volvió en verano al pueblo, dice que ya nunca más pudo regresar al colegio. Y ya no pudo regresar porque fue entonces cuando se enamoró de su mujer Dolores, dos años menor que él, y cuando vio que podía tener su propia vida. Él tenía diez y siete y ella quince. Ella estaba embarazada y él atónito. Aquella relación nunca tuvo la aprobación de sus suegros, que solo consintieron cuando decidieron fugarse juntos a Olula. Cuenta Ginés, que todo se zanjó una noche. Don Ginés, el cura, oficio a la misma vez su boda y el bautizo. Y como todo fue tan apresurado, dice que ni su madre, que estaba en Barcelona, pudo asistir a la celebración. Ni su madre, ni nadie.
Cuando volvió de Madrid dice que ya era tan hábil jugando al fútbol que en cuanto lo vieron jugar lo ficharon. Empezó en el Olula y luego pasó por el Baza, el Huércal Overa, el Puerto Lumbreras, el Águilas. Su destreza era tan sobresaliente como lo era su acierto anotando goles. Fue entonces cuando empezó a crecer la leyenda de el Cuenca. Y hubo motivos para la leyenda porque Ginés no escatimaba en éxitos. Goleador implacable, delantero habilísimo. Todavía recuerda un partido contra el Vera en el que metió seis goles. Y otro contra el Granada en el que metió otros dos, antes de enzarzarse a tortazos con un jugador contrario. Y recuerda a Miguel, el hijo del tío Miguel, y a Tomás de Urrácal, que eran los taxistas que le llevaban a jugar los partidos fuera. Y recuerda que llegó un momento en el que jugaba en un equipo teniendo en vigor ficha con otro y como aquello al final llegó a oídos de la Federación de Fútbol, dice Ginés que un día le enviaron un telegrama con un mensaje tan nítido y expeditivo, que allí acabó todo.
Luego dice que estuvo en Alemania diez meses gastando sin medida su propio dinero mientras enviaba a su familia el dinero que le prestaba su primo. Y luego en el mármol durante cuarenta años donde se destroncó de tanto trabajar. A Ginés le gusta la verdad de las cosas. Y la locura de su corazón. Y ayudar a los demás. Y no le gusta la orfandad. Ni la soledad que aún florece en su corazón. Ni la tristeza inmerecida con la que lo alimentaron en el Colegio de Huérfanos Ferroviarios, ni el número con el que lo enclaustraron: el ciento cincuenta y uno.

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