Dolores Rojas García
Dolores, la hija de María la Bendejas y de Pepe el
Barceló no tiene aún el registro de los días en los que no pudo
abrazarse a su padre cuando el afecto era el único lujo que podían permitirse
casi todas las familias de Purchena. Y no pudo sumar más afecto que el que pudo
porque su padre, siendo ella apenas una niña, se fue a trabajar a Madrid y la
dejó a ella y a su madre al amparo de un amor inconmensurable. Su padre, Pepe
Rojas, trabajaba de capataz en la empresa Cubiertas y Tejados, y con el sueldo
que ganaba, recuerda Dolores, todos los meses les mandaba plátanos, quesos y
dinero en monedas. Y que siempre desayunaba sopas de pan con leche, y que su
tarea principal era traerle a su abuela cantarillas de agua. En aquel estado de
indiferencia a los tumultos que se avecinaban, la vida parecía tener un soplo
de esperanza que solo se vería interrumpido cuando empieza la Guerra. Su padre
tuvo que volver de Madrid escondido en un camión de colchones y como no pudo
evitar el reclutamiento, dice Dolores que se fue al frente de Burgos hasta que
lo capturaron para llevarlo a un campo de concentración en el que estuvo diez
meses. En aquel tiempo la fortuna era mantenerse indemne a la locura que se
apoderó de todo. Recuerda Dolores que su abuela, en su afán por sobrevivir de
cualquier modo, se ocupó de lavarle la ropa a un legionario a cambio de
magdalenas. Y recuerda que aquello era un privilegio en el pueblo porque el que
no estaba encerrado de cualquier manera, tenía que hacer cola frente a los
soldados para mendigar un café de caldero. Dice Dolores que el único alivio que
se podía encontrar en aquel tiempo era la resignación, y que por eso, como su
padre nunca regresó tras el cautiverio en el campo de concentración porque
volvió a Madrid cuando le reclamó de nuevo la empresa, se resignaron. Por lo
menos hasta que a su madre le sorprendió la meningitis, que en aquel tiempo
sepultó a casi todas las personas que la padecieron, y entonces tuvo que irse
ella también a Madrid para poder curarse. Dolores tenía diez y ocho años y la
sombra de su abuela María como el único amparo. Con su abuela se dedicaron a
custodiar la añoranza y los recuerdos hasta que ésta decidió llevársela a un
cortijo de la familia en Tíjola viendo que en Purchena no llovían los panes del
cielo aunque se destroncaran los riñones a trabajar. Aquellos cinco años en el
cortijo de Tíjola, dice Dolores, la retrasaron en todo. Sucumbió al desamparo
de sus padres, se deshizo de las ilusiones que le aferraban a otros mundos, se
contagió del ímpetu de la añoranza y dejó de tomar precauciones con alguna
esperanza. Dolores tiene los ojos oscuros y melancólicos, y las manos
blanqueadas. En los años que estuvo en Tíjola dice que dormía con su prima Lola
con la que luego se aliaría para escaparse por el pajar cuando se barruntaba
que los militares habían organizado algún baile sin miramientos en el que la
premura por contagiarse del amor descomponía las lámparas para que las parejas
pudieran besarse sin el acecho de ninguna mirada desdeñosa.
En Tíjola Dolores era la Purchenerilla. Dolores siempre fue una muchacha escrupulosa, con
una bondad que compensaba su fragilidad. Por eso, cuando cerraron la escuela
que había en la estación porque una riada estuvo a punto de tragársela, a ella
le entró un escalofrío de moribundo y su andar se volvió pétreo cuando tuvo que
desilusionarse de casi todo. Dolores estuvo en el cortijo de Tíjola cinco años.
Como su padre no regresaba de Madrid, su abuela optó por volver a Purchena para
estar con su madre. Dolores, entonces, se quedó sola ahuyentando sus propios
miedos, con el augurio de la tristeza que solo mitigaba en las veladas con su
prima bajo la noguera. O con la fantasía de algún amor completo que aún no
había asomado. Dolores conoció a su marido Manuel Sáez, el Cantoriano, después de que una prima suya le dejara el puesto de sirvienta
en casa de doña Dolores y de don Miguel el médico por irse a servir luego al
pueblo de Válor. En aquella casa, donde cuidó luego al hijo del matrimonio, a
don Paco el médico, y luego a los hijos de éste, dice que fue feliz. Dice que
estuvo veinte años y que fue entonces cuando su corazón se despabiló. Manuel el
Cantoriano vivía pared con pared de
su casa con lo que sin verlo, dice que lo podía presentir. Entonces iniciaron
un noviazgo que no parecía un noviazgo porque todo brotaba con una naturalidad
nada ingeniosa. Dice que cuando volvió del Servicio Militar con una pleura que
por poco lo mata, empezó todo. Como ella ya había adquirido los hábitos de una
cuidadora experimentada, lo cuidó. Y como siempre tuvo el afán por la lectura,
dice que le llevaba novelas por las tardes para que se entretuviera, y que había
veces que lo recogía en su manos para que no se desmembrara de desesperanza.
Dolores, la hija de María
la Bendejas y de Pepe el Barceló es una mujer con una ternura natural. Por eso sus recuerdos están
repletos de un amor sin medida. Dice que sacó adelante dos casas, la suya y la
de don Paco el médico, y en las dos se mantuvo firme ante la cobardía. Y cuando
volvió su padre de Madrid y apenas encontraba trabajo, se encomendó al cielo
contratando una Novena para rezarle a la a la Reina de los corazones, abogada
de las causas difíciles y desesperadas, para que lograra que su anterior
empresa firmara los papeles para su jubilación, y dice que por las plegarias, los
firmó. Y cuando se casó a los treinta y seis años, dice que se envalentonó y
que aprendió de una modista de Baza y que luego empezó a comprar telas para
hacer cortinas. Y que lo mismo vendía leche que le traían de Macael, que criaba
marranos o que iba a trabajar a las conservas. La vida de Dolores siempre tuvo
luego el mismo propósito: que sus hijas estudiaran y que nunca se dejaran
sorprender por la desazón. Dolores no tiene ya la urgencia del corazón ni
soporta en su regazo ningún agravio. A ella le sigue divirtiendo mirar sin ser vista
y complacer a quien se cruza con ella con ese gesto liviano de gratitud que
solo tienen las personas que ha dedicado toda su vida a administrar el tormento
del resto sin pedir nada a cambio.
Otra mujer de ejemplo para las generaciones futuras una BUENA PERSONA con mayúsculas
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