Antonio Garrido Sánchez
Antonio
Garrido Sánchez
Cuando
a Antonio le dieron una escopeta sin gatillo para que vigilara el horizonte
desde una garita descangallada del cuartel de Viator, no tenía el más mínimo
interés por la Guerra Civil ni había atesorado ningún odio repentino. Su
cometido siempre fue el de ir hacia delante y el de preservar su dignidad. Por
eso, cuando concluyó la guerra y concluyó su vigilancia, Antonio estaba ese
mismo día en Almería esperando para subirse al techo del tren de mercancías que
iba hasta Aulago, sin haberse desprendido aún de su perplejidad ni del
desamparo de aquellos tres años sin fruto.
Antonio
nació en Aldeire en mil novecientos diez y nueve en una familia que solo era
capaz de recoger alimentos para la mitad del año. Por eso, recuerda Antonio, la
única manera que tenían para sobrevivir el resto del año era con la ayuda de
sus abuelos. Y recuerda que cuando de día se iba con el ganado, se llevaba tan
solo tres papas y un trozo de tocino. Y cuando el frío era demoledor, dice que
su abuelo José Pedro siempre iba a buscarlo donde estuviera para llevarle una
manta con la que luego se calentaban los dos abrazados. La infancia de Antonio
transcurrió con la maravillosa profundidad del silencio de la montaña y con la
esperanza remota de que aquellos días se verían algún día aliviados. Mientras
tanto, el único consuelo provenía de las noches de luna llena que los niños
aprovechaban para jugar con una pelota de trapo por las calles de Aldeire. Y
aunque aquel divertimento era efímero, él lo recuerda con una claridad
implacable. Antonio tuvo once hermanos, aunque de los once, cinco murieron
prematuramente. Aquello nunca le sirvió para acongojarse porque su carácter
siempre fue complaciente con la vida y con su destino. Por eso, cuando se subió
al techo del tren que le llevaba a Aulago después de haber cumplido con su
indeterminado deber en la garita del cuartel de Viator, lo hizo con la
sensación de que aquel tiempo parecía no haber ocurrido nunca. Y cuando llegó a
Aldeire, comprobó la misma inconstancia de los días y el mismo anhelo por
marcharse de allí cuanto antes. Después de los tres años de destino obligatorio
en Viator, cuenta Antonio que tuvo que irse otros cuarenta y tres meses a
Melilla. Y continuó el sopor de saberse inútil para contribuir con la familia a
cambio de estar de carrero llevándoles agua a los oficiales de aquel cuartel.
Antonio nunca ha sido una hombre valeroso. Dice que su acto más heroico
consistió en ganar el tercer premio en un curso para analfabetos que
organizaron durante su estancia en el cuartel de Viator con la intención de
aliviar toda aquella ignorancia hereditaria. Dice que el premio fueron cinco
duros en una cartilla que él le dio luego a su madre al día siguiente. Antonio
todavía sonríe con el dominio pleno de su juventud, como si hubiera transitado
por la vida con la calidez de su alma intacta. Y por eso recuerda la primera
vez que fue a las minas de Serón a pedir trabajo, y como al asomarse a la gruta
no encontró al encargado, como fue se vino, sin el aturdimiento de la desesperación,
aunque sí con la certeza de que aquel viaje fue premonitorio porque dice que la
segunda vez que intentó encontrar trabajo en las minas fue cuando allí mismo se
encontró con la familia de los Cañebetes
que vendían turrones por la sierra y dice que le ofrecieron trabajar con ellos
en el cortijo de Isabel Párraga y Emilio Muñoz, y como él acepto, allí mismo le
cambió la vida. Estuvo seis años trabajando para ellos y en aquel tiempo fue
cuando revivió los mejores años de su vida porque fue entonces cuando conoció a
Isabel Prados mientras le labraba el bancal con dos vacas descomunales. Y fue
tan intenso el amor que sembraron, que se casaron al poco tiempo en Purchena no
sin antes dejar sellado su siguiente casamiento cuando transcurrieron luego
cincuenta años más. Antonio trazó las calles de su nueva vida con tanta
claridad que el día de su boda en Purchena no se percató del frío que hacía, y
como escogió un traje fino y una camisilla de seda en una sastrería de Albox y
era el veintinueve de diciembre, dice que cogió una pulmonía que le retuvo
luego quince días en la cama haciendo señales de su intenso amor con la mano.
Luego compraron una cama, un armario y seis sillas en Lorca y se propusieron un
rumbo dorado. Y cogieron las tierras a medias de Dolores la médica. Y compraron
otros bancales. Y como la familia de su mujer también hacía dulces, dice
Antonio que con todo aquello encontró su propio medio de vida. Y con un burro
al que le acopló un catre atado con sogas, llevaba también los dulces por las fiestas
de Hijate y Bacares. Y le compraba cohetes a Antonio Liria de Suflí para
llevarlos a las fiestas de El Saliente. Y como aquella procesión nunca quiso
interrumpirla, del campo recogía chumbos, hortalizas y uva que llevaba a vender
a las minas de las Menas. Y cuando llegaba el invierno, empaquetaba también
cargas de piñuelo para llevarlos a vender a Bacares. Antonio nunca ha
escatimado ningún esfuerzo para contrarrestar aquella penuria de su tiempo.
Cuando se casó se había construido una casa con un estilo provisional, con sus
ventanas sin vidrios y el alicatado de ilusiones tardías, y como nunca le dio
tregua a la muerte, su vida siempre ha tenido la firmeza de los ribazos y su
amor siempre ha sido incondicional. Antonio tiene ahora noventa y seis años y
la única esperanza de proseguir con su rutina de caminar con su sigilo
encorvado. Dice que nunca ha ido a tientas por la vida porque siempre amó la
vida. Por eso cuando se quedó viudo y
tuvo que sobreponerse, lo hizo. Antonio dice que ahora que vive en una soledad
adolescente y que prefiere revivir la ligereza del mundo a estar lamentándose
de cualquier cosa y por eso, cuando no se encomienda a los concursos de baile
con su estilo desaforado, se entretiene jugando a la petanca de la que dice es
una afición tardía con la que ha ganado más premios de los que la vida le ha
concedido nunca jamás. Antonio nunca ha recopilado afrentas ni le ha dado por
cultivar ningún rencor. Por eso, ahora, lo único que le incomoda en el mundo es
que los amigos le envíen el bolillo de la petanca más allá de donde alcanza su
mirada de aventurero bondadoso.
La vida de un hombre de su tiempo, un hombre trabajador que siempre se desvive por los suyos por muy duras que fueran las circunstancias.
ResponderEliminarUn ejemplo de superación para los suyos y para cualquiera, de uno de sus orgullosos nietos...te queremos abuelo.