Amalia Martínez Masegosa
Todavía hay quien se intimida con la fluidez de
sus brazos y con la infalibilidad de su instinto y con su serenidad sin
apariencia. Amalia Martínez nació en la misma casa en la que reside hoy, y
quizá por eso es por lo que revive todos los días como una bendición la vida, y
quizá es por eso por lo que no tiene el corazón fatalista ni tiene añoranza de
nada. Y aunque nació con una retinosis pigmentaria que le privó de ver con
alguna claridad y su mundo siempre estuvo desenfocado y tenía que andar a
tientas, nunca ha conocido la desidia ni se ha ofuscado por su dificultad, y
siempre ha vivido con una velocidad nocturna y con una melodía radiante en su
corazón. Como a su madre la habían dejado sola al cuidado de una tía suya cuando
sus padres se fueron a Argentina para no volver nunca más, había adquirido el
sentido de la supervivencia como una clarividencia que luego le enseñó a su
hija Amalia sin hurtarle nada de su libertad. Y por eso Amalia adquirió el
mismo refrán contra la adversidad que le inculcaron a su madre: ser castos como
las palomas y astutos como las serpientes. Amalia adoptó aquel consejo sin
excusas porque siempre le hizo caso a su madre y porque siempre le tuvo un
afecto descomunal, y porque siempre la vio perfecta. En el Campillo la vida de
Amalia siempre fue sencilla. Cuando era una niña jugaban a los trasticos con los restos de botellas o
platos rotos que encontraban en los bancales. O jugaban a la rayuela o al boli. O se juntaban para desayunar en
cualquier casa. Como Amalia tenía aquella dificultad para ver bien, dice que siempre
fue una niña mimada a la que consentían casi todo, y aunque ella nunca abusó de
su privilegio, siempre usó la picardía para escabullirse de cualquier obligación
sin que nadie le reprochara nada. Y en los bailes, cuando se pregonaba el
nombre de Benigno y su aureola de divertimento, se juntaba con las amigas para
intercambiarse ropa. Y recuerda que a su amiga Iluminada siempre la favorecían
con la blusa más bonita para que encontrara novio antes que el resto. Y recuerda
la tempestad de inquietud que las azoraba a todas en las horas previas. Y
recuerda a una de sus amigas que apenas podía soportar el ardor del deseo por
ver a su novio y vomitaba justo antes de tropezarse con él. Amalia tiene las
nalgas endurecidas de trabajar sin descanso desde que percibe las primeras
luces hasta que la oscuridad le avisa de que tiene que encender las suyas. Y
siempre ha sido así. Aunque su familia nunca tuvo dificultades para salir
adelante porque su padre siempre trabajó en los espartos y en las maderas, y su
madre tenía una ligereza sobrenatural para encontrar sus propios trabajos, ella
nunca se estuvo quieta. Dice que se sacó un curso de corte y confección por
correspondencia, y dice que con la ayuda de una modista del Campillo aprendió a
ensartar la aguja en la oscuridad de la luz y a tejer un ojal sin ver. Y ya de
niña sabía cuando estaba la leche a punto de hervir, y sabía barrer sin dejarse
nada atrás. Y con todo aquello que fue aprendiendo luego siempre supo cuando le
acechaba un amor verdadero o cuando era ficticio. Por eso cuando conoció a su
marido Pepe ya intuyó que aquel amor era fiable, y aunque al principio no le hizo
mucho caso porque recuerda que lo vio feo, y vio que no le favorecía la ropa y
que sus modales era abruptos y que le dio un portazo la primera vez que lo vio,
dice que luego recapacitó y que le escribió una carta para recomponer el
agravio y, como no recordaba bien sus apellidos, se la envió con el nombre de
Pepe el de Lolita, en Vertientes, cerca de Cúllar, y que en la carta quería
disculparse y le proponía verse de nuevo. A los ocho días, recuerda con un
alborozo infantil, él se plantó en el Campillo con el miedo en el cuerpo y la
congoja por que le volviera a rechazar. Desde aquel mismo día ya nunca más se
volvieron a separar, ni perdieron el tiempo con ninguna duda.
Amalia tiene cuatro hijos que le llaman la pitonisa porque dicen que ella siempre
está atando cabillos de las cosas y
que al final siempre predice lo que va a ocurrir. Y por eso, cuando está la
tele encendida sabe a ciencia cierta lo que va a pasar. Y recuerda que cuando
hizo el curso de memoria en el Campillo, era de las primeras en averiguar las
palabras en el ejercicio de la sopa de letras. Y como siempre tuvo esa
capacidad de predicción, sus amigas siempre se quedaron paralizadas con su
desparpajo. Y por eso cuando las acompañaba a las fiestas era la principal
consejera y la confidente para encontrarles el novio idóneo. Amalia tiene un
corazón enorme, sin fisuras ni remordimientos. Únicamente le ofusca el recuerdo
de la muerte de su madre cuando a ésta le cayó un álamo encima. Ella tenía tan
solo diez y siete años y la esperanza de que aquel amor maternal nunca se iría
a volatilizar. Y también le ofusca que su nieta naciera con la misma enfermedad
que tiene ella, y aunque le aconseja que ella tendrá su propia senda, luego,
cuando se queda sola, una lágrima finísima le sala el paladar y la sume en una
desesperanza tan intima que nadie sabe luego nada. Amalia dice que nunca se
aburre y que nunca siente la pesantez de la vida. Incluso cuando se iba con su
marido a trabajar de limpiadora a Francia o a Alemania, donde al principio tenían
que esconderse para que no los descubrieran porque viajaban sin papeles, nunca
pensó desistir. Y es que Amalia tiene un tesón infranqueable. Tanto que solo
admitió un beso furtivo cinco días antes de casarse. Ni uno más. Amalia siempre
ha ido por delante. En la escuela, de la que recuerda su pericia con las
matemáticas, que luego le serviría para contabilizar mentalmente los bollos de
pan que amasaba sin tener que sumarlos después, y el mar de goteras que caían
del techo cada vez que llovía. A Amalia le hubiera gustado ser maestra por
encima de cualquier otra profesión. Y aunque no recela de ninguna de las cosas
que le han sucedido en la vida, hay días, cuando están todos los hijos sentados
a su mesa, la mesa que han bautizado como la de los doce apóstoles, que le
apremia alguna desazón y siente que su vida pudo haber sido más locuaz y que se
quedaron muchas aventuras por vivir más allá de la penumbra de su mirada. Pero
luego sale del trance con su sonrisa artesanal y se aviene a las caricias y al
afecto y es entonces cuando mira a su marido y a tientas le dice ahora sí que
ya lo ve guapo.
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