ACORDES PARA UN CORAZÓN INTERMINABLE



Todo empezaría aquel mismo día en el que José le llevaba el almuerzo a su padre a la Vega y un traspiés envió el guiso a la acequia. Ahí empezaría todo porque a José siempre le han rondado las fábulas y el ingenio permanente y seguramente aquel día iría pensando en sus cosas, o en su pasión: la música.

José Sánchez nació en 1937 con la ceremonia del canturreo de las palomas y el auxilio de una sonrisa incandescente. Y aunque su madre lo rebautizó luego con el diminutivo de Joseico porque le incomodaban sus travesuras impredecibles y su afán irremediable por la música, él luego prefirió ese sobrenombre porque tenía la candidez y el ritmillo propio de su vida. Él nunca ha hecho artificios de fuerza porque ya desde pequeño deslumbraba con el clima atónito de su mirada y esa perspicacia infantil con la que se abría paso sin pedir permiso. A los siete años le compraron el primer laúd por diez duros en la tienda de Sánchez de la Higuera de Almería y un viejo de Almócita, Joaquín Tapia, le enseñó a fraguar su manos sobre el mástil y le enseñó a mirar mientras tocaba y aunque luego aprendió él solo con el método Eslava, aquellas lecciones se incrustaron en su corazón con la medida perfecta para que nunca se le olvidaran. Joseico no pudo concluir los estudios primarios porque dice que le faltó comprender las raíces cuadradas. Y como los jueves por la tarde, como no tenían escuela, tiraban los libros para poder tener excusas al día siguiente y no hacer nada, aquel carrusel le llevó al fin al a la música y al trajín de las noches en vela y el repique de vasos de vino con los amigos, como el único remedio.

Y como aquel mundo se deshacía con solo mirarlo, siempre estaban inventando nuevos retos y rebuscando en su imaginación sin límites para asegurar nuevas aventuras. Joseico recuerda
cuando iba con el resto de los niños a coger manzanas a la Vega, y cómo los pillaba el guarda y les ponía luego de castigo recoger ripios por las calles, en una demostración de fuerza inaudita que a ellos les resultaba luego casi teatral. Y recuerda cuando se iban a merendar a cualquier casa, sin pedir permiso, y cómo había algunas en las que les ofrecían zurrache o ponche endulzado con aquella sacarina en polvo, y cómo luego se volvían locos por el efecto misterioso de aquel brebaje indómito. Joseico siempre estaba cantando. Cuando iba a la Vega, cantaba. Cuando iba a las fiestas, cantaba. Cantaba flamenco con su cara redonda, congestionado por la intensidad y por la sarta de suspiros previos a la entonación y por el aire sudoroso de las parrandas interminables. Pepe Punto, Angelillo, Antonio Molina. Como se había creado una fama inigualable y él no paraba de incrementar su repertorio comprando cancioneros, todo el mundo lo festejaba mientras daba las gracias repicando con el dedo índice en señal de alegría. Joseico tiene la sonrisa inmediata, y la propensión al llanto automático y a la demostración de sentimientos privados. Y no solo por el efecto del vino, que tanto le ha gustado, sino por su corazón de oro. Con el vino las fiestas eran memorables. Tanto que una vez, con Antonio González, se bebieron el Las Canales una arroba y media de vino negro y dice que pensaron que todavía les faltó otro trago.


Así era la vida de Joseico. Su relación con la música siempre fue muy intensa. Comenzó con la banda de Ohanes, donde tocaba la caja, y también con la banda de los niños de Padules donde tocaba el bombo. Y como aquello fue creciendo, al final la música y el trabajo del campo fueron sus únicas ocupaciones. Con la banda la vida siempre tuvo la oportunidad de poder encandilar a las chicas. Y no era solo por su habilidad musical, sino también por la fascinación que engendraba su reflejo de músico interminable. Y si la banda le proporcionaba la felicidad, cuando montaron el grupo de Los Pejaecas, aquello tuvo otro impulso y la misma secuencia. Empezó tocando la batería y luego a la guitarra eléctrica y al final en contrabajo. Joseico mantiene todavía la misma intensidad. Y aunque ahora su deleite consiste en vivir apaciguado y en recontar los recuerdos aquellos años, eso nunca le ha privado de envalentonarse de nuevo, si alguno le retara. Recuerdos de cuando le pidió noviar a su mujer el mismo día de los inocentes mientras actuaban Los Ases del Ritmo y cómo ella, que conocía su afición por la broma, le negó tres veces hasta que vio en su mirada la estela del amor y la promesa de que no pretendía solo aquel baile sino los que se sucedieran el resto de su vidas. 

Recuerdos de las sesiones de radio en casa de Paco Abad o de las tardes en casa de José Sedeño viendo aquella primera televisión que había llegado al pueblo. Cuando luego se casó, Joseico compró otra radio con las tres mil pesetas que juntó en la boda y su casa se convirtió entonces en una fiesta permanente. Joseico tiene la esencia de aquel trajín de músicos de Padules. Y el resguardo de todos los días en que iban a tocar por los pueblos cargados como buhoneros sin la premura de la vuelta. Dice que estaban tres o cuatro días de gira, y que cargaban el tractor con colchones y con comida y que aquellos días tenía la virtud de rejuvenecerles y de darles garantía para proseguir con su desfile de alegría. Joseíco tiene la apariencia de un hombre reposado y cabal. Y si lo es, también es tímido, con una timidez juvenil que siempre ocultó haciéndose dueño de las jaranas. 

Él lo manifiesta con su sonrisa limpísima y con su incurable sensación de bondad. Joseico ya ha cumplido setenta y cinco años. Dice que ahora prefiere estar tranquilo. Y aunque escoge la calma, hay veces que no puede desconectarse de aquellos días en los que salían sin dinero a perseguir a las muchachas, mientras por las calles se escuchaba el rumor inconfundible de la primera televisión del pueblo o la cantinela incesante de aquella radio incombustible, y el mundo entero le parecía una fiesta interminable propulsada por su propio corazón.

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