La ternura en creciente
Paca Romero nació en el segundo año de la
Guerra Civil. Nació cuando los hombres casados se sobresaltaban en mitad de la
noche porque se los llevaban atados a la cárcel de El Ingenio en Almería sin
despedirse de sus esposas a las que abandonaban a sus recursos. Paca Romero
nació sin el llanto desaforado de otros alumbramientos. Nació con la sonrisa
cúbica, los ojos muy pequeños y una soltura insólita para el afecto y el
sacrificio. Cuando Paca repasa su vida siempre le asalta el primer
acontecimiento. Recuerda un poco el día de su bautismo con la concavidad de la
ceremonia, la emoción de sus padres y el grupito de las beatas en la primera
fila. Lo recuerda un poco, dice. El espíritu de Paca Romero o Paca la del pan,
como la bautizarían después de que se convirtiera al sacrificio ajeno con la
compostura celeste de un hada, se forjó primero en la tina de sulfato que ponía
su abuela en el cortijo para que ella y su primos se bañaran. Y luego en las aguaderas en las que su tío la
llevaba a las fiestas de Huécija. O en el tajo de la alpargatería de José
Gómez, donde tuvo su primera instrucción nada más salir del colegio y donde
aprendió a preparar las caras de las alpargatas de esparto con la precisión de
una libélula. Allí aprendió también que la felicidad era transparente y breve.
A Paca le gustaba tanto el colegio que el día que empezaron a enseñarle los
quebrados, su emoción era inusitada y su alegría imperecedera. Nunca perdió un
día de clase por la desidia que afectaba a otras niñas, que preferían
ausentarse para practicar el enamoramiento o porque su tiempo ya estaba fiado a
la servidumbre del campo. La vida de Paca, con su sorpresa permanente y su
inocencia intocada, tenía dos partes diferenciadas. Si el regocijo con las
clases de boleros a las que iba por dos perras gordas, le prolongaba la
felicidad y la sonrisa, los bailes luego con la sección femenina, donde
Mercedes Alonso y Anita Galán de Alhabia les enseñaban también a coser y a
comportarse con la delicadeza de un cura, le entusiasmaban. Alquilaban refajos
en Almería para las representaciones más célebres. El Fandanguillo de Almería,
la Reja, la Patrona de Almería. Eran bailes poco suntuosos pero tenían la
ceremonia de un casamiento. Paca era una muchacha muy tímida que apenas sopesaba
el calibre de su felicidad hasta que la muerte de su padre la convirtió al
trabajo de un modo inexorable. Comenzó cosiendo porque las enseñanzas que había
recibido de la Sección Femenina le habían dado mucha soltura. Cosía con su
madre y dice que tenían tanta predilección por los trajes de novia que nunca
quisieron cobrar alguno. Paca anunciaba desde muy pequeña su disposición
inquebrantable por los demás y cuando conoció a Jaime, un músico pulcro y
bondadoso de Alhabía, se enamoró con tanta intensidad, que él no supo descifrar
el calibre de su emoción cuando ésta le dijo truco. Como también era panadero, ella se esmeró con tanta premura,
que el cariño ya nunca perdería su calor y el gruñido del horno sería eterno.
Cuando se casaron, ella advirtió como una muchedumbre desvelada comenzó a
apostarse junto a su puerta en las vísperas de las fiestas. Paca, con su júbilo
predeterminado y corazón dulce, dice que pasaba las noches enteras apostada en
el horno, metiendo pollos y sacando pavos. Con Jaime tuvo dos hijos. Una niña
muy hermosa y rosada y un niño que dice que nació muy pronto y muy negrillo. Y
tuvo también la desventura. Paca prefería la lentitud de la vida en su propia
casa con sus hijos y la promesa de una felicidad intocable, pero muy pronto le
sobresaltó la silueta recortada de una familia más numerosa de la pactada y a
la que tenía que cuidar con una resignación excesiva. El amor incesante por su
marido Jaime y la gratitud marcial de sus vecinos, le hizo luego ser comedida y
nunca sintió los deseos irrefrenables de despotricar como un forastero ni se
permitió nunca un instante de rebeldía.
A Paca le gusta el chocolate y el frescor
del agua bendita sobre su cara. Por eso, cuando rememora su vida, el
aturdimiento de la emoción no registra ningún sobrecogimiento. Pero su alegría
no es completa porque dice que dedicó toda su vida a servir a los demás pero de
cuidarse ella, se olvidó. Y lo dice mientras se lamenta con una sonrisa muy
pequeña y las manos recogidas sobre la concha de su corazón. Pero no es un lamento, es sólo la ternura que
está en creciente.
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