La mano en el contrapecho.
Aquella tarde se había emparentado aún más con su amiga
porque aventuraba una misión desconcertante y única. En el tumulto de aquella
guerra sin porvenir, los hombres gritaban y las mujeres se ajustaban el mandil
sobre el antebrazo para contener el miedo retorcido de su manos. Pepa Rodríguez
tenía diez años cuando el polvorín de la calle hacía invisible el pavor de la
gente huyendo a cualquier lado, sin destino, unos acuciados por el término de
toda esperanza y otros con el aliento de una victoria incierta. Y allí las dos
niñas, escondidas detrás de los escombros con el único resguardo de su candidez
y las reliquias que se amontonaban con cada estallido. Era el mes de julio. El
mismo mes de julio en el que los lirios rebrotaban por la combustión del sol con
la ira. El mes de julio de mil novecientos treinta y seis y la pira de los
santos ardiendo en la calle con el alborozo o el rencor rodeándolos.
Pepa tiene ochenta y cinco años y siempre ha estado en el
extremo de la disciplina y la oración sin remilgos. Cuando era muy niña la
maestra se la llevaba a la escuela cuando salía de misa para enseñarle a leer
de corrido, y ella, como tenía abultada la fe, prefería aquella enseñanza y la
adoración diurna, a prodigarse en el deleite de otras niñas que jugaban a compararse
los senos y a empaparse los labios son saliva azucarada en la profundidad de
las cuevas deshabitadas.
Aquella tarde, y con la única certeza del juego, Pepa
escogió de aquellos escombros lo que parecía una mano de madera mutilada con la
dirección de su único dedo apuntando a cualquier lugar y, sorteando las ráfagas
de estupor que atravesaban las calles, consiguió llevarla a su casa para
custodiarla en la intimidad. En aquel estado, sus padres comenzaron a hablar en
murmullos para evitar la sospecha de su hallazgo y recluyeron sus miradas
mientras lloraban de risa y de miedo y entonces iniciaron un besamanos que les
tiznó los labios de su ceniza renegrida por el fuego. A Pepa le embargaba un
raro sentimiento de valentía cuando veía el alborozo de su casa y como
comprendió la valía de aquella extremidad sin santo, entonces le sobrevino un
único pensamiento: conservarla y dedicarse a su custodia eterna. A Pepa
Rodríguez le gusta recordar las enseñanzas de su maestra.
Estirada en su mecedor de tela, con la sonrisa ocasional y
el rumbo de la mirada saltando de un santo a otro, repasa una y otra vez el
nombre de las regiones de España. Las Vascongadas, que ahora son el País Vasco,
Castilla la Nueva y la Vieja. Y las capitales de Europa. De Francia París, de Polonia
Varsovia, y de Ucrania, Kiev. Y le gusta recordar también aquel día en el que
otra vecina les suplicó el cuidado de una Milagrosa, y cómo la guardaron entre
las virutas de una caja de medicinas, y cómo la escondieron luego detrás de un
legón y un cántaro de sulfato.
Pepa Rodríguez encontró su destino cuando solo tenía diez
años y la fantasía intacta. Dice que nunca se separará de la mano rota del
santo que custodia en su mesita de noche, y si pareciera que se encarceló en su
tutela, ella se lo achaca a la providencia porque después de setenta y cinco
años encomendándose a su poder inerme, todavía no le ha aparecido ningún
sentimiento de pesar y los besos que le da tienen la familiaridad de aquel día,
y sus plegarias son naturales y cuando le ruega por su hija fallecida o cuando
le ruega por los pobres, su mirada tiene el brillo original, el mismo que brotó
al rescatarla de los escombros para esconderla luego en el contrapecho de un
traje oscuro, justo antes de que se encendieran las luces de su irreprochable
ventolera de mujer religiosa y leal.
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