La caseta de colorines



Cuando los días comenzaron a andar tras el último estruendo de luz del universo, la vida era gélida y horizontal y los hombres caminaban con el lomo encorvado y las manos ateridas del primer frío. Todo el mundo tenía el tiempo para perder el tiempo y a los solitarios los aliviaban con ungüentos de lima y azúcar y a los tímidos los despabilaban con jarabes grisáceos de escarcha y pulpa de queroseno. En los primeros días del universo, el cielo aprendía a contar las estrellas mientras las madres amamantaban a su crías inermes a la sombra de las breveras.  Por una de las fisuras abiertas del cielo brotaba la voz descordada que daba las primeras instrucciones para la vida.  Sembrar almendros y marcar los nidos, y averiguar los flujos del mar, y señalar los caminos con mojones de cal. Y luego determinaba que a un lado los sanos y al otro los afligidos. Para unos su sombra alargada y continua y para otros el ralentí de la mirada confusa. Para unos el amor y para otros el llanto. Eso fue lo que dispuso el universo en los primeros días sin que nadie objetara nada por el miedo estampado en el antebrazo con un estigma fluorescente. 

Marina Trujillo tiene veintiún años y el recuerdo del vaivén permanente del desencanto y el alborozo. Nació con los pies helados y agrietados del salitre materno, los ojos muy brillantes y la piel como un cartoncito, tan fina que la matrona no tuvo que adivinar el lugar en el que latía la locomotora de su corazón. Nunca tuvo el aflicción de la juventud porque la envoltura de su vida era tan espesa que apenas si podía pasar la luz salvo para acertar con un reflejo esporádico en su mesita de cuentos infantiles. Aprendió a desempolvar sus bracitos por el amor pertinaz de su madre y la liturgia del ambulatorio. El universo le dio la soledad prematura y alguna esperanza solada en la frente con la que se habituó a fruncir el gesto y a masticar algún salmo ininteligible para redimirse. 


Con la esperanza ya reseca y el propósito determinado de echarse a la desesperación, una tarde, en la antesala de una película de verano, alguien con la consistencia de un valor impredecible la miró una vez y con el hábito de la voz temblorosa le dio su nombre: Ángel Suarez. Ella se estremeció por el influjo que empezó a comprimirle el pecho. Como él tuvo luego el arresto de volverla a mirar, a ella se le abrió entonces el corazón de dos aldabonazos. No quisieron que transcurriera ni un instante y allí mismo reunieron sus manos para sellar aquel misterio que les aliviaba del insoportable olor de los recuerdos podridos. 


Aprendieron entonces a caminar por las calles sin el estorbo de las miradas. Aprendieron a amarse leyendo libros donde les detallaban los espacios secretos de sus cuerpos. Y aprendieron también a bailar sobre el eje de la sillita de ruedas. Y entonces les acució la religiosidad de sus gestos enamorados. Y cuando a ella le angustió el sarpullido de su válvula anticonceptiva, él le regalo su esterilidad permanente para poder frotarse sin miedo. Marina y Ángel resolvieron cubrir la maraña de cruces y santos descangallados con que los trataron siempre de aliviar su desdicha, para poder adentrarse en la feria de su nueva vida donde podrían pararse por dos monedas en las mesas de suerte y porvenir y en la que brindarían con champin de sabor a fresas bajo el toldo de su nueva caseta de colorines a la espera del estruendo de un nuevo universo de amaneceres cálidos y prolongados.



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