Los silbidos retorcidos



En el cortijo de Quintín había una olla de segadores que compró Ramón para darles de comer a sus ocho hijos. Bueno, a menos, porque cuando abandonó el cortijo de la Solana Martínez para irse con el tío Quintín, cuatro de sus hijos estaban todavía en Sierro, repartidos entre sus familiares para que no les mordiera el hambre. Ramón Bautista nunca quiso alejarse de su casa demasiado tiempo por no descuidar el alimento de su familia. Tan sólo estuvo unos meses en Barcelona, en la fábrica de la Renault o algunas temporadas en la vendimia. Ramón decidió dejar los cortijos porque quería que sus hijos estudiaran y porque ya había descifrado el secreto para mantener cierta abundancia. Era muy sencilla la matemática. Criaban cuatro marranos pero a uno, aún estando delgado, lo mataban. De esa manera consiguió, anticipan- do la matanza, que la despensa siempre estuviera repleta. 



Ramón apenas conoce el descanso. Sólo en las fiestas de San Sebastián se ha permitido este hombre menudo librarse del tajo. Se libraba en la relación de los Moros y Cristianos, donde al principio tenía que pedir el traje prestado a algún militar de permiso para representar su papel de general ultrajado. Y luego con la bandera del Santo. Ramón lleva más de cincuenta años bailando frente al patrón San Sebastián con un juego irrepetible de giros azarosos y desgarbados mientras la gente le saluda y le grita con una exaltación irrefrenable de silbidos retorcidos.
Ramón prefiere el azar de la vida al desencanto. Prefiere la brecha que deja el arado en la labranza a la soledad. Y el amanecer recogido en los brazos teñidos de vino al varetazo. Así es Ramón Bautista, exiliado en el trabajo que he- redó de una época en la que el sentimiento era inusual y sólo era propicio el vigor y quizá el juego. Sí, el juego, su gran consuelo en la vida. El juego con los niños, el juego en las cucañas o el de la subasta en las fiestas del pueblo. 



Ahora, para dejar constancia de que detrás de su relieve impasible y ondulado existe un recuadro para la diversión, luce su boina centenaria para que alguien se acerque y se la pida prestada. Es el rostro de un hombre antiguo que anhela una oportunidad para deshacerse de la fatiga y poder brincar durante unos minutos sin que ninguna preocupación le atenace y le devuelva de nuevo al trabajo. Él grita con su voz bronca que la vida le ha tratado bien, pero de reojo mira al zagal que juega con la pelota. Le retiene cierto pudor de hombre y entonces es cuando se le ve cabecear con su boina en un ejercicio de complacencia y desconsuelo. Luego parece que sonríe y pide que le llenen de nuevo el vaso de vino hasta el colmo.

Comentarios

Entradas populares