El ungüento para el amor



Tiene la cara desnuda de artificios y el malestar permanente por la irremediable consigna de una vida sin amor. María del Carmen Heredia Cortés nació en Laroles con el estigma de la humillación tan pronunciado, que aunque nunca supo el porqué, aquello le contagió la quietud sepulcral en la mirada y la seguridad de morir y no saber cuándo. Su abuela Filomena era adivina y adivinaba el rencor oculto de las miradas y la ubicación de los sollozos y el porvenir. Y si conocía el de María del Carmen, nunca se lo dijo a nadie, porque cuando era pequeña le quitaron el amor y la amamantaron con hachos de esparto y la encomendaron a una supervivencia perfecta, y si su abuela Filomena, que era adivina, no se lo dijo, sería quizá porque nunca pudo adivinarlo. 

María del Carmen nació en Laroles, donde nada sucedía salvo el estremecimiento de la soledad. Su madre, que no tuvo el apego natural de las madres, nunca conservó el resguardo de su nacimiento, y cuando le debía amor, la afrentaba con recados imposibles y le colgaba una cesta para que pidiera coscurros de pan en las casas de los castellanos. Y no tenía apenas ochos años cuando ya se le aflojaban las manos de lavar trapos y trasnochaba para ir a Picena y a Bayarcal a pedir comida y ternura. Y tenían dos cabras que ella ordeñaba y si quería leche, ni una lágrima. En ese tiempo descubrió que su madre, que era melliza de otra hermana, también tenía el poder de la adivinación y la curación. Ella lo observaba con un pavor justificado. Mientras su madre se prodigaba en el resto con sus artificios inexplicables, a ella le brindaba apenas una mirada lamentable. Por eso María del Carmen pronuncia la palabra amor con una  contundencia tan extraña, que parece que estuviera mentando algún perfume, o como quien mienta un lugar muy lejano del que tan solo sabe el nombre. 

A los doce años la mandaron a servir a Granada a casa de un médico. Como ella ya notaba que también se arreciaban su poderes y que sus manos proporcionaban una inusual ventaja sobre quien las posaba, prefirió soportar el escarnio de aquellos años y la humillación de trabajar a cambio de nada, a revelarse. Y con la misma servidumbre estuvo en Vélez Benaudalla, en casa del farmacéutico, que era también el alcalde, y allí recuerda que la mujer, que tenía los pelos enratonaos y la mirada de un odio insuperable, una vez que ella se hizo la permanente, la otra le rapó luego con saña.

María del Carmen solo conoció parte del amor cuando accedió al empeño de su marido. Estaba ya en Laroles sirviendo en otra casa. Como solo se lo pidió una vez, ella no tuvo duda y recogió los cuatro trapos y se marchó si dejar rastro de nada. Se casó con la mocedad intacta y después alivió parte de su desgracia con una vida entregada a sus hijos y a los que requerían de su gracia. María del Carmen ha sido toda la vida curandera.  La curandera de Laroles y la de donde vive ahora, en Matagorda. Y como aprendió a avivar la esperanza cuando ya la daba por perdida,  de su madre tan solo guarda un recuerdo del día en el que en el lecho de su muerte, la miró consternada y le confirmó que sabía de sus poderes y dice que hasta le vio alguna lágrima. Ahora María del Carmen, o Manuela, como también la llaman, está enferma. Con esa enfermedad molecular del alma oxidada que le obliga a reclinarse sobre su cuerpo para transfundirse sin otro remedio. Y mientras su sangre se ventila y el rotor de la máquina exhala la porquería, ella nota como el pigmento de sus manos se vuelve transparente y cuando quiere volver a su magia, aplicándose los mismos ungüentos que para el amor, las manos se le congelan y le sobreviene el espanto porque ve que está perdiendo el instinto entre la densidad de los últimos días que tampoco supo predecir su abuela Filomena, la abuela que adivinaba. Y entonces canta la oración de la culebrina como su relato ancestral: yo soy la rosa malinosa, que chupo los huesos y dejo la carne, mientras mantiene firme la mirada y las piernas arqueadas.

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