El sonidito señorial
Amanece y suenan los tres cuartos en el reloj de la torre
con el aleteo sigiloso de la veleta de gallo, y entonces se espantan las moscas
con la urgencia de su sueño urgente y las mujeres se pulverizan las tibias con
esencia de rosas para tener el andar más ligero y se cierran las puertas por
las que se ocultan parranderos invencibles y se abren las ventanas con el goteo
del óxido matutino. Sobre el peñón de la Reina, erguido como un espantajo, y
las agujas como las aspas de un reptil volador y el orgullo en su lugar, está
el reloj de Alboloduy que fabricó Antonio Canseco de Madrid en 1867 para
consolar el apremio aristocrático de aquel siglo.
Luis Guil tiene la manos endurecidas del estruendo del
martillo y también la ilusión de una pasión exclusiva. Es una pasión
hereditaria que comenzó quizá con su tatarabuelo por el encargo de la custodia
del reloj y de sus avatares permanentes. Como su familia adquirió el derecho de
su cuidado ilimitado, Luis tiene intacta aquella destreza como un tesoro
ancestral. Lo heredó con el contrato de las miradas y una fe ciega que perdura
sin recelos.
Por eso la pericia de su mirada oblicua con la que se adentra por
las entrañas de su armadura para ver la variación de sus tres campanas de media
esfera, es natural. Luis tiene sesenta y dos años y aún no recuerda el día en
el que se haya detenido el latido de su corazón metálico salvo cuando que era
obligatorio darle el lustre o afinar su compás. No lo recuerda por la vigilia
que siempre ha tenido, la que aprendió con las lecciones de su tío o de su
padre o de su abuelo cuando, siendo un niño, trepaba por las escaleras blancas
de la torre, con la perspectiva siniestra de aquel acantilado oscuro e infinito
por donde descendían las pesas como ahorcados legítimos, y observaba la
precisión con la que ajustaban el péndulo para que no atrasara y también el
brillo de las sienes pálidas por las que chorreaba la grasa del cabello por el
afán de su cuidado, para que las campanadas conservaran aquel sonido tan
hermoso que parecía que hablara con la lengua de los niños.
Dice Luis que el
reloj tiene la tendencia de atrasar y cuando lo hace las viejitas se detienen y
se les pone la sangre fría y la mirada insolente y sus nervios inquebrantables
se quebrantan con la mínima tardanza del reloj porque les sobreviene la
sensación espontánea de que si se para, en el horizonte inmediato, aparecerá el
deambulatorio de pompas fúnebres con sus nombres estampados. Luis tiene la
expresión severa con la seriedad antigua del mercante, pero cuando se deja
arrastrar por la fluidez natural de su corazón, su rostro registra la candidez
del cuidador, con un leve delirio de placer mecánico por el apego de los
últimos cincuenta años al sonidito señorial e interminable del reloj de la
torre de Alboloduy que, dice, todavía le preserva de la tristeza y de la vejez
inminente.
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