El pasillo sin espejos



Un pasillo muy largo y la oscuridad siniestra y terminal que producen la hilera de luces de emergencia. Se oye una voz sepulcral y la silueta de un gesto levemente confidencial. Se perciben los pasos y entonces la sombra se alarga para que un reflejo deje ver el pelo dorado y la lujosa palidez del rostro. Las manos parecen recortadas por la fruición de sus dedos contra el viento de la luna, y la expresión de la mirada lentísima, con la pericia nocturna de un búho. Se detiene y acomoda el cuerpo a dos metros de distancia. Abre los brazos con un giro artístico y entonces exclama: ¡Soy Luis, el campeón! Lo dice así, con una solidez inaudita y teatral, con la barbilla fruncida y el pestañeo nervioso de las olas, en el instante previo de su actuación, con la concentración exagerada de las estrellas, en la pasarela subterránea de un pabellón deportivo repleto de expectación y del desorden de los gestos azorados. Se llama Luis Martínez Martos, tiene treinta y dos años y la naturalidad imperecedera de los sabios diminutos que aconsejan al mundo sin palabras instructoras y sin el tufo irremediable de los eruditos. 

Luis nació en Suflí alumbrado por una lámpara eterna y la bondad permanente de los asnos. Como nunca ha perdido la placidez del sueño, ni la curiosidad infinita, tiene intacta la alegre vitalidad de los ángeles. Luis es Luis. Un campeón de la gimnasia rítmica en una categoría especial donde los giros más afortunados son los más  imprecisos y donde la magia es ilimitada. Y también es el duende desgarbado de la voz bronca que atusa a los ancianos con caricias de cirujano, y el artista irreverente que busca los escenarios más insólitos para convertir sus imitaciones musicales en obras maestras, y el héroe de los niños con los que comparte el relato entrecortado de sus hazañas reinventadas. 

Luis tiene un complot milagroso con el afecto. Por eso la gente lo quiere. Lo quiere con la desmesura de los amantes furtivos y con la ternura animada de los juguetes. Luis nunca se ha quedado paralizado por el estupor de la vida, ni ha escogido la oscuridad de las habitaciones empapadas del pudor antiguo, ni el silencio permanente, ni el exilio determinado de su alumbramiento. Ahora la voz que le anuncia, se detiene. Hay un silencio marcial. Y entonces, con una elegancia exagerada y el aleteo de las manos, sube las escaleras y sale. El estruendo de la gente se desborda. Hay quien silba con su irrefrenable devoción. Un minuto. Tan solo un minuto y el saludo final.  Luego, en el pasillo sin espejos, alguien le está esperando para decirle que ya no es el campeón. La mirada se vuelve más intensa y la sequedad de los labios y la dureza en el gesto. En el pasillo sin espejos hay alguien que lo abraza y el latido es tan intenso, que todavía no ha podido averiguar el lugar exacto de su corazón.

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