El batir de piernas flacas
En el tumulto del diluvio universal nadie se despidió de
nadie porque todo el mundo estaba en silencio, sin mediar palabra. En el
preciso instante de aquel día, todo el universo estaba pendiente de la única
oración que brotaba por la megafonía del cielo. Era un reclamo somero y
descifrable. José el Palomo había salido de su casa con un batir de piernas
flacas para anunciar por el altavoz del campanario que había una tienda de ropa
en la plaza del pueblo y el mundo, entonces, se estremeció de gratitud.
José el Palomo nació con las orejas puntiagudas y la
frente helada. Las manos que le recogieron en el parto notaron su inclinación
primera por satisfacer a los demás. Notaron como mientras lo enjugaban, éste ya
las estaba acariciando.
El Palomo es el sacristán del pueblo. El sacristán con
altavoz. El único que puede hablar por el micrófono de la iglesia para convocar
plegarias en el bar o para acertar con el precio de las botas chirucas de la
tienda ambulante. Por eso la gente lo escucha cuando habla por la cuerna del
campanario. El ritual es sencillo pero eficaz. Primero sopla por el micrófono
de la sacristía, como queriendo capturar la frecuencia divina. Luego, con una
seriedad que sobrecoge, pronuncia dos palabras a modo de sentencia. Cuando dice
atención, atención, el pueblo se queda inmóvil como una estatua de sal y
entonces él, con un tonillo inventado en la soledad de la mesa camilla, relata
los de- talles del mensaje. Luego la gente se levanta de los trancos y parece
que aplaude.
Nació en Sierro con la bondad adherida al pecho y con un
recelo permanente por aferrarse a la vida que le ha costado más de 90 años de
perseverancia y han dibujado en su cara una especie de carantoña petrificada
parecida a una eterna sonrisa.
José también es divino. Pero es divino porque cuando se
abraza a su mujer, ésta patalea como una niña enfadada. Y es divino porque
siempre tiene abiertas las puertas de su casa. Y porque cuando tocaba el bombo,
desafinaba. José es divino porque siempre saluda con una caricia prolongada. El
día de su santo es una fiesta inmensa en la que la banda de música del pueblo,
con sus sonatas permanentes de pitos y acordes rotos, acude a su casa para
certificar que la vida del Palomo no tiene trámites para la sepultura. Él no
para de reír ni de llorar y mira a su Paloma recostada en el sillón y hay veces
que detiene la música y pide otra canción que sea serenata y entonces se sube
en la silla y le dice que la ama.
¡Atención,
atención!
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