Un señor de Barcelona
Cristóbal nació con la destreza del
caballero andante y una profunda voz de órgano. Nació en Sierro pero a los
cinco años empezó el colegio en el pueblo de Camas, en Sevilla. Su padre, el
tío Bú y su madre, Rosa Cantos, se marcharon pronto de Sierro con la intención
de no volver, pero sus plegarias nunca se cumplieron. A los pocos meses de su
marcha, la madre de Cristóbal falleció dejando helado el capacho de las
atenciones. Cristóbal era un niño avispado y sonriente y accedió sin remilgos a
una nueva vida repleta de mimos y carantoñas. Su tía María y su prima Isabel
Cantos pusieron fin a su infancia desvalida y construyeron un desván dorado
para protegerle del llanto. Cristóbal no fue un niño como los demás. Sus juegos
solitarios se mezclaban con sueños heroicos donde protagonizaba hazañas
infinitas y románticas. El hábito de la fantasía luego se reveló en su vida
como un estigma que le convertiría en una persona sagaz y brillante.
La
prestancia con la que sus tías asumieron el cuidado del joven Cristóbal y el de su padre, desveló afectos más
poderosos y la tía María Cantos se convertiría pronto en la mujer del tío Bú.
Esta situación obligó a Cristóbal a tejer sus sentimientos con otra medida. Le
obligó también a pensar que Sierro no era el lugar idóneo para saciar su maleta
de sueños y fue así como consiguió marcharse joven a Barcelona. Lejos del
amparo del pueblo, pronto comprobó que su vida estaba adscrita a los primeros
arrullos y eso le prohibió emprender conquistas fuera de sus fantasías.
Barcelona era por aquellos tiempos una ciudad bulliciosa y repleta de
oportunidades.
Cristóbal, como era costumbre
en aquellos años, se alojó en casa de una familia para evitar que la soledad lo
envenenara. Lo que comenzó como un alojamiento transitorio se convirtió luego
en una veintena de años de cuidados y discreción. Manolo y la patrona Encarna
Sánchez se convirtieron al poco tiempo en sus confesores más afectos. En la
calle Muntaner 425 escogió los itinerarios de su nueva vida y decidió
entregarse sin excusas al divertimento más extremo. Cursó estudios de Derecho y
como si se cumplieran los sueños del primer caballero andante, alternó el
trabajo en una gestoría con la rutina más pagana y nocturna. Entonces comenzó a
disfrutar del caminar garboso y de la acidez
suavizada del Ricard importado. El joven que había salido del pueblo enfundado
en cariños desmedidos, se había convertido
en un hombre romántico y pendón que alternaba
la nostalgia de su familia con el cortejo impecable a doña Teresita, una
millonaria de Viella, que fue quizá su único amor. El recuerdo de aquellos años provoca ahora en Cristóbal cierto desasosiego porque lo que presumía
ser un periodo interminable, concluyó cuando menos lo esperaba.
Con la
intención de evitar la crisis de los años ochenta, decidió retornar a Almería
para continuar con su actividad profesional. Pero el destello de los años
fulgurantes de Barcelona no encontró eco en Almería y la vida de Cristóbal se
detuvo con un frenazo prolongado. Después de haber disfrutado de la opulencia
de una ciudad sin límite, Sierro se convirtió en un retiro imprevisto y opaco y
aquellos sueños de caballero andante pronto se diluyeron en veladas nocturnas
de radio y lectura. Ahora, en su soledad inmerecida, Cristóbal ya sólo se
reconforta con el barullo de las conversaciones acaloradas o con la fragancia
de una copa de aguardiente templada.
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