Alteveré
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Y acrecentó luego aquella afición por el automovilismo con su primera carrera en Palma de Mallorca en 1954, que fue solo un ejercicio preparatorio de su osadía posterior con Ángel Fernández: la vuelta España en un Seat 600 en 92 horas y 16 minutos. Aunque la estela de su pericia automovilística le hizo indomable, luego la consternación de la vida fue aflojando el delirio y en la década de los sesenta el gruñido del Austin Atlantic se hizo ralentí y el cielorraso. Francisco Navarro también es Paquito. Dice que el amor le dio la última puntada la noche del veinte de octubre de 1971 cuando llamaron a su puerta y le despojaron de su intimidad con tres abrazos alborozados y la ternura impaciente de los gorriones y dice que sucumbió porque le sobrevino el desaliento en las rodillas y que por eso se casó. Se casó con Albertina Piquer en Gibraltar para gozar de los privilegios de su nacionalidad pero también para aliviar alguna afrenta, porque consintió enamorado.
Tiene el corazón desportillado y la mirada nítida del azul
mecedor de las olas gigantes. Las manos limpias y pulidas como las de un santo,
y el suave sueño de la mudanza permanente.
Francisco Navarro nació en Londres en 1937 tras el acoso deliberado que
sufrió su familia justo un año antes, cuando a su padre José Navarro Moner, un
exportador de fruta de Villareal de los Infantes que había encontrado en
Almería el amor y el delicioso placer de la vida consumada, le dieron el aviso
de que huyera antes de que un pelotón de falangistas lo apresara por mostrar un
aire de anglosajón excesivo. En Inglaterra adquirió el pudor constante de los
británicos y el amparo de la nacionalidad que luego, cuando regresó a Almería en
1940, le serviría para compensar la escasez de los alimentos racionados con
suntuosas cestas de harina blanca, mantequilla y azúcar que le hacían llegar a
través del consulado inglés en Málaga. A los doce años su padre quiso
involucrarlo en el negocio de la exportación de la fruta y se lo llevó al
mercado de Covent Garden de Londres para adiestrarlo en el calibrado de los precios y de los beneficios observando
la precisión ancestral que practicaban los hebreos. Allí aprendió el mecanismo
del negocio y allí prolongó ese refinamiento inusual que nunca más pudo
ocultar.
A los catorce años su padre le regaló un Austin Atlantic amarillo y
entonces, como una premonición, el mundo
viró por dejarle paso. Había concluido la segunda guerra mundial y el negocio
de la uva de Almería florecía con una intensidad exagerada. Francisco Navarro
se fue haciendo cargo de la representación del negocio con una suerte de extravagancia
y generosidad. Y entonces la estela de su coche descapotable se volvió brillante
y habitual entre los campos de parrales y se acrecentó su estado de seductor puro
porque acechaba a las coristas del Casino para luego acompañarlas a su salida con
aquella lujosa ostentación de sonrisas perfectas y el cabrilleo de la piel. Y desde
la Venta Eritaña, luego el Hotel Solymar, donde se exhibía con su silueta
celestial la prostituta Navajilla y donde
conoció a cuatro músicos ingleses atolondrados y desgarbados a los que ayudaba
como traductor para que Fernando, el camarero obstinado y mitológico de la
Venta, no albergara dudas sobre su solvencia, comenzó a tramar un futuro inmediato
sin las disputas del resto. Y se hizo asiduo al cabaret de El Chapina donde se exhibía
con su smoking impecable, urgido por el perfume de las vedettes Carmen de Lirio
o de Lourdes Amaya, y donde su padre tenía que telefonearle para que recogiera
los telegramas urgentes.
Y acrecentó luego aquella afición por el automovilismo con su primera carrera en Palma de Mallorca en 1954, que fue solo un ejercicio preparatorio de su osadía posterior con Ángel Fernández: la vuelta España en un Seat 600 en 92 horas y 16 minutos. Aunque la estela de su pericia automovilística le hizo indomable, luego la consternación de la vida fue aflojando el delirio y en la década de los sesenta el gruñido del Austin Atlantic se hizo ralentí y el cielorraso. Francisco Navarro también es Paquito. Dice que el amor le dio la última puntada la noche del veinte de octubre de 1971 cuando llamaron a su puerta y le despojaron de su intimidad con tres abrazos alborozados y la ternura impaciente de los gorriones y dice que sucumbió porque le sobrevino el desaliento en las rodillas y que por eso se casó. Se casó con Albertina Piquer en Gibraltar para gozar de los privilegios de su nacionalidad pero también para aliviar alguna afrenta, porque consintió enamorado.
Francisco Navarro se asoma ahora al horizonte del mar para
escuchar su rutina sepulcral y reavivar las oraciones perfectas de su madre y
el consejo purificador de su padre, pero solo oye el traqueteo de las
emporronadoras y la fruición de los tapadores abrazados a las duelas y la
emoción matinal de los arrieros y los tratos apresurados alteveré
con los parraleros, sin dinero ni traiciones.
Y escucha también las canciones deliberadas de las
limpiadoras floreando los parrales. Anda encargado, mira el reloj, no te
equivoques que las seis son. Las limpiadoras están aburridas, quitan las
buenas, dejan las podridas. Francisco Navarro todavía recuerda cuando se vestía
de niño Jesús en 1948 en las procesiones de los Niños hebreos, y musita las
mismas plegarias infantiles, pero solo es una oración, la misma oración
vespertina de una vida sin salud, y el aliento de aquel amor casi eterno
calcinando el aire. Si te equivocas, haz lo que quieras, pero ahora mismo se van las
obreras
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