Acuse de recibio


Siempre hay una reja. En los instantes previos a la emergencia del amor, siempre hay una reja divisoria y premonitoria. Una reja que funciona como un resorte para poner en marcha la fugacidad de la vida y para darle al instante amoroso la prontitud, el peligro y la amenaza. Una reja puesta a propósito por la providencia para que los enamorados la recuerden luego y les redima del olvido rutinario de la vejez. Sin la reja no hay historia de amor.  Nony Polo nunca tuvo un amante casual. Cuando entró en el colegio de las niñas Nobles de Granada lo hizo por el presentimiento de una vida sin molestias. Quería ser maestra. Quería la rutina de la docencia, con sus poses calmadas y las tardes horizontales y pacíficas.  Nació en 1922 empapada en el perfume embalsamado de la destilería de anís Mincharra que su familia tenía en Laujar. Nunca presintió la molestia de la vida porque en su casa ya había coches de caballos y un Chevrolet descapotable cuando ella comenzó a dejarse las trenzas muy largas. Sus ojos eran entonces intensos y hermosos y su carácter infantil. Nony era zurda. Su primera maestra fue una tía suya y si esta fue clemente al principio, luego, cuando cambió de curso, la siguiente le profirió el castigo de enderezar su escritura. Entonces su letra, dice, se volvió fea y desordenada y olvidó la belleza y la cadencia de la letra inglesa que había aprendido. Le entró entonces cierto rubor y se le fue adormilando el hábito hasta que un día, apostada en una de las ventanas enrejadas de la Academia Sáez de la calle Murcia, todo cambió. Ángel Gómez se había fijado en su trenzas y en el reflejo de su mirada intensa. Fue una aflicción instantánea. La aflicción del amor. Una aflicción mutua que derivó en un noviazgo de once años  de cartas de amor. Cartas de amor con las que se disputaban las estrellas. Cartas, cientos de cartas en un vaivén interminable de suspiros deletreados. Cuando se casaron en 1952 la correspondencia se interrumpió y aquel lote abrumador se consignó en su vieja casa de Laujar. Y transcurrió la vida y un día las cartas desaparecieron. Desaparecieron sin dejar ningún rastro. A Nony no le consternó aquel suceso porque apenas recordaba nada. No recordaba la intensidad que adquirieron aquellos días ni la premura por los encuentros furtivos, ni la locura del corazón. Nony Polo casi había olvidado la textura escrita de su amor hasta que un día, alguien que rebuscaba entre las reliquias abandonadas de un anticuario de Berja, reconoció la letra fea y desordenada de una carta fechada en Fondón el 6 de febrero de 1952 que decía:  Queridísimo Ángel mío. Esta mañana he recibido tu carta y me ha dado mucha alegría cuando he leído que es fácil que un sábado de estos vengas por aquí. ¡Tengo tantísimas ganas de verte! Adiós amadísimo novio mío. Me estoy acordado ahora cuando me daba vergüenza cuando hablaba con alguien decir “mi novio”. Adios cariño. Nony” Y en un instante el resorte original devolvió de nuevo la fugacidad a la vida y el amor retornó con su prontitud  y su peligro y su amenaza. Nony relee ahora las cartas con la intensidad desproporcionada de entonces.  Las cartas que ellas escribió y que ahora, por la providencia,  vienen con acuse de recibo para certificar que sin amor se esfuman las caricias eventuales y el corazón envejece con la amargura de los naufragios.

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