El señor de las mulas
Amanece con la suavidad invertebrada de los días, y el cielo
transparente para alojar el último destello lunar. Y con la suerte del
universo, las higueras exhiben sus reflejos tostados y el vencejo alisa su
torso y entre el primer rumor matinal se oye el estremecimiento de la mula, con
su mensaje fulgurante de vida y el ajetreo incesante de su sombra perfecta. Con
doce años aprendió el sigilo que ha de tener el mulero y la poderosa vocación
que florece con el primer roce y la belleza portentosa que surge cuando le
visten el aparejo. Y aprendió, con su primera mirada diminuta, que aquel animal
indiferente tenía la extraña ligereza de las hadas y la bondad infinita. Lo
aprendió con doce años, cuando el resto de los niños olfateaban las primeras
huellas del amor.
Antonio González
heredó la pasión por las mulas cuando tenía doce años. Y heredó también el
apodo de su tío Gabriel, el ilustre,
al que luego el tiempo y la pesadumbre lo corrigieron y se quedó con el palustre. Antonio el palustre,
Antonio el de las mulas, tiene el rostro cuarteado por la cal de la vida y la
sonrisa metálica y la ternura intacta y las entrañas doradas. Antonio nació en la barriada de los Cerrillos
de Berja entre un alboroto de gruñidos y el entusiasmo por la vida que siempre
tuvo su familia. Con las primeras muestras de aquella pasión, ya supo que su
destino siempre iría cercano a los taconazos de las bestias, a su ajetreo
diario y a la recompensa de los días claros y las tardes prolongadas y dulces.
A Antonio el palustre le gustan las cosas
cotidianas, lo natural, la imprevisión sosegada de los días. Le gusta que la
vida transcurra con la premura que anuncian sus mulas y su precioso afán por la
calma, porque dice que no es un hombre fino, que es basto, que le acongoja la
belleza liviana de las parvas pero que le atemoriza el sollozo reciente de la
miseria.
Antonio tiene una mula que se llama Cordero. Es una mula
noble que le compró a un herrador. Tuvo antes otras tres a las bautizó con los
nombres con los que se bautizan a los animales estériles. Comisario, Tordo,
Voluntario, Valenciano, Valeroso... Antonio conoce la esencia milenaria de las
mulas porque siempre quiso ampararlas de su desdicha de seres impuros. Y desde
que las conoció siempre les ha proporcionado el alimento y la caricia y nunca
se ha olvidado de darles el trabajo diario, porque sabe que si no se mueven se
le paran las carnes y cuando no ahondan con las patas la tierra, se mueren de
tristeza y entonces se les arquean los brazos igual que a los forzudos
desterrados.
Antonio conoce la esencia milenaria de las mulas y sabe que si no
se capan, luego retozan como los burros y muerden como los perros. Y que si no
se hace como es debido, luego les queda viva una vena por la que les fluye el
recuerdo de su pasado fugitivo y entonces no atienden y cabecean como los
bueyes enfermos. Antonio González es el mulillero
de la plaza de toros de Berja. Lleva más de treinta años sacando toros con la
expresión contenida y el valor juvenil y si alguien pensara que prefiere la
belleza exultante de los caballos o la algarabía incesante de su pueblo cuando
el toreo, a Antonio le apremia enderezar el aparejo de las mulillas y la
felicidad espontanea de su cuadrilla de amigos los mulilleros. Antonio González, el señor de las mulas, hay veces que mira al cielo y parece que anhela
el amor o la suerte del viajero, pero cuando se aclara la mirada, mira de nuevo
al ruedo y se acuerda que tiene que arreglar el corral y ponerle piso nuevo de
cemento y limar el filo al pesebre para que Cordero no se roce el hocico, ni
presienta la orfandad ni averigüe el miedo.
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