Paco el sacristán

Francisco García Bernabé


A Francisco García le enseñó la majestuosidad de la iglesia su abuela Felicidad. Y le enseñó también a andar sin contornearse cuando tenía que dirigirse al Sagrario. Y le enseñó a mantener la calma ceremoniosa de lo oficios. Y le enseñó y mirar sin mirar. Y cuando después el cura don Juan Tijeras le encomendó la tarea de tocar él solo las campanas a muerto, y de abrir y cerrar las puertas de la iglesia sin tener que pedirle permiso a nadie, fue cuando ya supo a ciencia cierta que aquel y solo aquel sería su mundo. Y con las llaves en las manos dice que experimentó un fulgor de clarividencia insuperable, y tuvo la misteriosa intuición de que a partir de entonces su felicidad sería plena. Su abuela Felicidad le enseñó a delimitar su nuevo mundo y Pilar la Campanera, cuando él tenía tan solo cuatro años, le enseñó a rezar con aquella entonación original. Y como él siempre observaba con absorbente curiosidad, nunca olvidó sus enseñanzas ni nunca se desvió de aquel protocolo. Francisco tiene ademanes papales y una dignidad lánguida que le mantiene intacto al paso del tiempo. Por eso cuando entra en la iglesia le gusta ir de cuarto en cuarto como en una galería de espejos, o como en un recinto ferial, anotándolo todo en su mente, escudriñando cualquier defecto para contárselo luego al cura. Francisco nunca fue monaguillo pese a su irreprochable vocación. Y dice que no fue monaguillo aunque siempre estuvo con Luis Sánchez y con Ginés el Chiripe, que sí lo fueron. Y como siempre anduvo con ellos, al final adquirió un estilo desconocido de estar en los oficios religiosos, y aprendió a ordenar la posición de la luz para que fuera divina, y comprendió el sigilo que había que tener detrás del cura. Francisco aún recuerda el alborozo de aquellos años como una bendición. Y aunque nunca pudo dar la Comunión, salvo en Bacares, donde los curas Claretianos sí le dieron hace años el privilegio de colaborar en la misa, y como él lo recibió como un regalo divino, dice la primera vez se le prendió en la mirada un regocijo inexplicable. Con quince años su familia puso un kiosco donde hoy está correos y donde dice que había un matadero. Pero como no fue como ellos pensaron, dice que para no desistir de su propósito de contribuir con la exigua economía de su casa, fue cuando empezaron a vender lotería. Y ahí empezó su procesión por los pueblos cercanos. Y entonces todo el mundo se habituó a recogerlo a la salida del pueblo cuando se apercibían del resplandor de su dedo pulgar erguido y reluciente, como una señal inevitable de autoestopista celestial. Francisco lleva toda la vendiendo lotería y bendiciendo con su voz infantil a quienes le compran un décimo. Y aunque aún no ha gozado de más fortuna que la de un pequeño premio, a él le basta con la gratitud de sus vecinos para consignar toda la riqueza que cree necesaria. Y por eso, mientras reparte suerte, reparte también bendiciones con un gesto infalible que consiste en mirar al mismo tiempo el número del boleto y las grietas del cielo.

Francisco nunca ha desistido de sus propósitos ni tiene una madurez perturbada por nada. Su destino sigue todavía inmóvil y por eso solo le perturba salir de Purchena cuando tiene que ir a vender la lotería con su particular truco mecánico de extender la mano para detener a los coches que salen del pueblo. Francisco sigue manteniendo intacta su fe en dios y en el hilo que les une. Y por eso dice que todo lo que le pide se lo concede. Y cuando le sobreviene la nostalgia y le pide por su madre, dice que percibe cómo se configura el cielo para protegerla y para certificar que aún está presente, con esa presencia que solo él puede detectar. Y dice que en ese mar de asombro en el que él es el único que navega, también se comunica con el padre Florencio y con el papa Juan Pablo II. Y como las aspas de su vocación nunca se detienen, dice que en el silencio sepulcral de la iglesia, cuando nadie le atiende, pide por quienes más lo necesita a sabiendas de que su rogativa siempre tendrá éxito. Francisco es Paco el del kiosco desde que irrumpió en las calles del pueblo repleto de abalorios para vender. Y como a él no le incomoda, siempre tiene una sonrisa imprecisa de agradecimiento cuando alguien le reclama. A Francisco nunca la ha sobrevenido la impaciencia por otro tipo de vida. Desde que el padre Juan Tijeras le encomendó la tarea de custodiar las llaves de iglesia, ese fue después su único cometido en la vida. Por eso, cuando Francisco entra en el templo y enciende el reguero de luces hasta llegar a las que iluminan a la virgen del Carmen, luego se hunde de rodillas en un gesto de sumisión perfecta, y entonces se pone a hablar solo como si quisiera contestar a sus propias preguntas con un intrincado batiburrillo de palabras ininteligibles que le desgastan las comisuras y lo llevan a un trance puro. Y como su fe es tan prodigiosa, dice que tan solo tiene un recelo y proviene de cuando restauraron la iglesia y quitaron el púlpito antiguo. Y entonces se muestra expeditivo porque en su recuerdo está todavía la imagen del manifestador antiguo que se sellaba con dos cerrojos y que tenía aquel rudimento de una compuerta que se bajaba para recoger al Santísimo. Francisco tiene ese recuerdo de la Iglesia sellado en su corazón porque desde que encontró el camino irreversible de su fe, nunca ha perdido de vista la silueta del campanario ni ha dejado de custodiar cualquier recodo del templo. Y no lo hace por ninguna obligación sino porque su mundo es el cielo diminuto de la Iglesia de San Ginés al que tiene comprometido dedicar el resto de su vida, absorbido en su propia oración, con el misterio ancestral y desperfecto de su voz de ángel consumado.






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