El churrero
Antonio
Cano Ávila
Antonio
Cano nunca ha tenido una infancia determinada, ni sabe el recorrido hacía
ninguna escuela, ni ha sido nunca instruido para ningún misterio a parte del de
la propia supervivencia. Y por eso, cuando habla, prefiere hablar sin fijar los
labios en ningún punto, con un relato interminable y espumoso, para eludir
cualquier resquicio de tristeza que pusiera quedarle. Antonio es Antonio el churrero porque heredó el oficio y el
sobrenombre de su padre Juan cuando éste tuvo que dejarlo todo e irse junto a
su hermana a Loja para hacer kioscos
de churros y para olvidarse de cualquier aflicción. Como eran nueve hermanos y
Antonio era el mayor, dice que tan solo tenía cuatro años cuando tuvo que irse
con él, y si pensó que con aquello remendaría parte de las esperanzas que aquel
tiempo deshilachaba con su silencio sepulcral e infalible, luego fue
desarraigándose de su propio tiempo para enredarse en el tiempo de los mayores y
sus sopas aumentadas con plegarias y desesperanza. Antonio es un hombre impetuoso
y forzudo. Si de niño no tuvo oportunidad de ir a la escuela, la sagacidad que
adquirió en aquel tiempo le sirvió luego para descifrar cualquier intriga y
para saber ajustar bien las cuentas. Dice que en Loja le dieron a su padre
hasta once licencias de kioscos de churros y dice que los maleteros que arrastraban el equipaje de los pasajeros del tren, había
veces que le saqueaban el kiosco con una impunidad natural. Y si no supo
defenderse al principio, dice que con aquello luego aprendió a ser más astuto y
dejó de ser principiante, y como ya nunca más se doblegó, allí mismo dejó de
asomarse a la adolescencia para forjarse como un hombre. Antonio el churrero tiene todavía un hálito
recóndito de agua de colonia, y los ademanes directos y decididos, y tiene el
recuerdo aún brillante de aquellos años. Años en los que, dice Antonio, se trabajaba mucho la perrilla como casi la
única moneda de aquella vida mísera. El
trajín de gente por los kioscos le insufló con el tiempo el vigor inusitado que
todavía conserva. Y aquello le hizo vigoroso porque dice Antonio que siempre
tuvo una timidez innata que le desbravaba y le impedía ser más solvente. Por
eso recuerda que cuando le pedían cincuenta céntimos de cacahuetes o de patatas
fritas, tenía que irse al baño de una posada cercana para calcular la cantidad
exacta para aquel dinero, y para hacerse promesas espontáneas de que algún día
se libraría de aquella congoja infantil y de aquel temor. Antonio se crió sobre
una bicicleta. Él lo recuerda con un orgullo irreprimible. Una bicicleta a la
que apenas podía subirse y con la que iba a Baza desde Loja a por hielo para
hacer los helados que luego tenía que llevar a Huetor Tajar o a el Salar o a
Antequera. Una bicicleta que cuando se pinchaba una rueda, dice que tenía que
orinar sobre la yanta para que se taponara y poder proseguir. Recuerda que los
años de su infancia fueron años en los que apenas llovía y en los que los
almendros siempre estaban polvorientos, y los caminos parecían desgastados, y
era tal la sequía que dice que la gente sudaba con sudor de burro. Antonio
nunca fue a la escuela porque desde muy pequeño ya le encomendaron tareas de
hombre. Y fue por eso por lo que nunca apreció trabajar para los demás, ni le
gustó desgastarse en jornales para otros, salvo la vez que estuvo montando
parrales de uva de barco con diez y nueve años. Pero eso fue después, después
de que la Guardia Civil de Loja le descubriera con harina de estraperlo del
molino Piqueras oculta con hierbas en el maletero de la bici. Y después de que
concluyera el trajín de llevar fideos caseros hasta Granada en el tren el corto de Loja. Y después de que
transcurriera aquella vida de insólita resistencia. Cuando la familia de
Antonio regresa a Purchena, a él ya se le había perfilado el alma de luchador y
su rostro tenía la apariencia de conquistador colonial: el pecho henchido y los
puños apretados en señal de propulsión. Dice Antonio que cuando concluyeron su
vida en Loja reunieron todas las monedas de cobre que habían guardado y con
ellas hicieron un caldero para el turrón. Cuando volvieron a Purchena tenía
catorce años y dice que ya había comprendido la ciencia cierta del mundo, y que
tenía el olor del aceite frito metido debajo del pellejo y que su pericia para
la supervivencia era descomunal. A Antonio nunca le ha paralizado el trabajo ni
le han temblado los párpados cuando, después, tuvo que emprender cualquier
negocio. Y aunque tuvo que trabajar para otros y tomar mil parras a medias con
Joaquín López el mosquita, inmediatamente se hizo la promesa espontánea de
ahuyentar el trabajo a jornal. Cuando Antonio se fue a la mili dice que apenas
sabía escribir y fueron su padre y su tío Alejandro los que a la luz de un
candil le enseñaron a garabatear las primera palabras con las que luego podría
escribirle, con todas su faltas, a su novia María para sellar un amor que
perdura hoy con la misma consistencia. Con María la vida cambió. Cambiaron las
esperanzas y se diluyeron los límites. Al regresar de la mili tomó el bar de
Pedro Belmonte junto a su hermano Juan y, aunque después de casarse volvió a
los parrales dejándole su parte a un tío suyo, en cuanto vio que no funcionaba,
ya sí decidió abandonarlo todo por afrontar sus propias cargas. Fue entonces
cuando trazó un camino más nítido junto a su mujer y después de recoger los
restos del bar Belmonte, apareció su astucia y compró el cine Imperial para
abrir un restaurante con su propia pensión tratando de cumplir con sus
corazonadas y tratando de hacer caso omiso a quienes conjuraban contra su
suerte. Y luego la vida prosiguió con aquel esfuerzo descomunal de trabajar sin
días y sin noches. Y entonces el hostal Casa Cano albergó a enamorados que
querían consumar su amor sin fisuras. Y a viajeros que añoraban su hogar. Y a solitarios
que consumían sus días sin rumbo. Antonio Cano, Antonio el churrero apenas tiene ningún remordimiento y todo lo que ha hecho
lo ha hecho con ademanes firmes y decididos. Y si se lamenta por no haber
podido estudiar, lo hace con gestos muy leves, casi misteriosos. Y por eso
cuando se le despega alguna lágrima, se limpia con un gesto rápido de sus manos
monumentales y entonces se recubre con su sonrisa macerada en dignidad y da por
zanjados los recuerdos. Y entonces exclama: ¡Así es la vida!
Un bonito retrato de Antonio "el churrero", un hombre trabajado, emprendedor, lleno de dignidad y con un tremendo amor a los suyos
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